19 abr 2008

Besos de mármol


Trataba de entender qué era la vida. Divagaba y se inquietaba. Y tan sólo hallaba la respuesta en la temida muerte.

Fue así cómo un día sus pasos la llevaron hasta el cementerio. Estaba justo al lado de su casa y, sin embargo, en rara ocasión se había acercado hasta allí. Pero desde entonces, Amaya no observó ningún atardecer sin estar sentada entre las tumbas.

Cada vez que entraba en el recinto, se sentía más viva que nunca. Nada más abrir la rígida puerta de hierro sonreía, cómo en ningún otro momento del día sabía hacerlo aunque lo intentara. De hecho, su familia y sus amigos no conocían aquella expresión. Pero éste sólo era el primer secreto que a diario Amaya ocultaba tras las verjas del cementerio.

Se sentaba, siempre al azar, frente a alguna lápida; cada tarde, una distinta. Al principio sólo la miraba, deteniéndose en las fechas que marcaban un principio y un final. Y en ese instante comenzaba a imaginar cómo pudo haber sido aquella niña, aquel anciano, y todos esos muertos que un día estuvieron vivos. Inventaba historias sobre ellos, esbozando incluso los detalles rutinarios. En su cabeza, Amaya escuchaba cómo reían. Sabía cómo sufrían, cómo amaban y también, cómo se equivocaban. Amaya podía contestar cada pregunta que surgiese sobre ellos. La respuesta sólo dependía de su intención. Y su imaginación volaba. Y sólo en ese momento dejaba de pensar en qué sería eso que llaman vida para, sin percatarse, comprenderla.

El tiempo, entonces, también volaba.

* * * * *

Un viejo vagabundo la espiaba tras las cruces en cada crepúsculo. Él tampoco comprendía para qué estaba la vida pero, observándola, de repente la sentía. Y por eso empezó a transitar el cementerio cada tarde. A escondidas. Siempre a escondidas. Ella nunca le veía.

Eran varias las horas que Amaya pasaba dentro del cementerio cada día. El vagabundo, por su parte, cada vez llegaba antes al lugar para mirarla, hasta que finalmente asumió que ésa iba a ser su nueva casa, quedándose a vivir allí.

A ambos les gustaba presenciar ese momento en que las sombras de las lápidas se alargan cada vez más, llegando su silueta a transformarse en delicados hilos de penumbra. A los dos les hechizaba la paz del silencio sepulcral. A ambos les emocionaba cobijarse tras la muerte, pues llegaban a sentirse vivos.

* * * * *

Mientras Amaya pensaba, frente a algún nombre desconocido, oscurecía. Y aunque hubiese sido propio de una chica tan desconfiada como ella, no sentía miedo. Ni siquiera una sola vez se despistó su divagar por ello. No lo tenía en cuenta, no le importaba. Entre los muros de los nichos, simplemente, el miedo no existía para ella.

Pronto Amaya comenzó a escribir las historias que en su mente dibujaba. Les daba forma, las acotaba. Transformaba su imaginación en letras mal trazadas. Y sentía que, de esa manera, podía revivir las almas desaparecidas.

El vagabundo la observaba escribir durante horas y, por ello, dejó de contemplar el alargamiento de las sombras, para comenzar a percibir el color del cielo en las pupilas de la joven. Los reflejos ondulaban en sus ojos, tornándose cada vez más difusos, a medida que la noche iba surgiendo. Después, sólo los recordaba. Y comenzó él a imaginar cómo seria el día a día de ese alma solitaria.

Sin sospecharlo ella, y ocultándolo él, aquel vagabundo compartía los momentos más íntimos de su existencia. Esos que, quizás, a Amaya le estaban dando la vida. Esos que, en consecuencia, se la estaban dando también a él.

* * * * *

Justo antes de marcharse hacia su casa, ya en plena madrugada, Amaya leía lo que había escrito sobre ellas, susurrándole a las tumbas. Al terminar, acercaba sus labios y besaba la superficie de mármol grisáceo que le había servido de inspiración, y rompía los papeles en pedazos. Miraba hacia el cielo denso y comprobaba que sólo la estuviesen descubriendo las estrellas. Levantaba despacio los brazos y, sin pensar, abría sus manos, dejando que sus palabras se volasen con el viento. No le importaba perderlas. Escribir sólo implicaba un modo para alcanzar la abstracción.

El vagabundo, alucinaba.

Y así lo hacía Amaya cada tarde: llegaba y se sentaba. Pensaba y escribía. Leía pausadamente y besaba la tumba. Rompía sus mensajes y los dejaba a merced del tiempo. Pensaba, escribía, besaba. Rompía, volaba, y se marchaba. Así siempre.

* * * * *

Desde que el vagabundo llegó al cementerio, hacía ya algunos meses, su madre era la única con la que hablaba. Sabía que no podría escucharle, pero necesitaba disculparse por no haberse decidido a hablarla antes. Ella, sin duda, le comprendía. Era su madre, y le perdonaba.

Caían gotas de rocío aquella mañana temprana, y el vagabundo se dirigía, como de costumbre, con una margarita entre los dedos hacia la tumba de su madre, para darle los buenos días. Aquél era el momento en el que deambulaba a sus anchas por el cementerio, sin preocuparse de camuflarse o de hacer ruido. Era su hogar y, hasta la tarde, no asomaría su invitada predilecta. Por ello arrastraba los pies e iba silbando; porque, por las mañanas, Amaya nunca aparecía.

Y Amaya no le espió ni le siguió aquella mañana pero, ante la rareza de encontrarse por primera vez un ápice de movimiento en tan plena quietud, se quedó paralizada mirándole pasar hasta que, por fin, el vagabundo dobló una esquina y desapareció. Por un momento imaginó que había dado vida a alguno de sus personajes, mas reaccionó en seguida y se apresuró a salir de allí. Nadie debía verla. Precisamente en soledad se confundía con el entorno. Y eso era lo único que Amaya deseaba.

* * * * *

Corría un viento fresco esa misma tarde y, a eso de las ocho, Amaya regresó al lugar en el que se olvidaba de sí misma. Sus mechones de pelo parecían tentáculos sacudidos por los últimos latigazos de sol.

Sin fijarse en el camino que la condujo hasta allí, Amaya se sentó frente a una tumba cualquiera y observó cómo las sombras se estiraban sobre ella. Leyó el nombre de la mujer, y se centró en las fechas. Comenzó a perfilar su vida y erupcionó un volcán de percepción en sus adentros. Se estremeció. Casi podía ver con los ojos de esa fallecida.

Amaya se levantó del suelo confundida y fue oliendo, una por una, cada flor que había alrededor del cuerpo ya hace años enterrado. Se detuvo en cada pétalo varios minutos. La belleza, el tacto suave, el olor intenso. Todo le recordaba unas vivencias de alguien que no era ella.

El vagabundo la miraba fascinado: aquellas eran las flores que, desde el día en que vio a Amaya recorriendo el cementerio, él le había regalado a su difunta madre, como símbolo de amor por haberle dado la vida y, además, por haberle llevado ya muerta, hasta ella.

* * * * *

Amaya dejó la última flor, la que el vagabundo había depositado en la tumba esa misma mañana tras doblar la esquina en la que ella le perdió, en el mismo lugar en el que la había encontrado. Y desviando sus ojos de nuevo hacia las fechas inscritas en la lápida, lloró.

El vagabundo no lo creía. Por fin entendía el valor de su vida. Y entonces supo que, Amaya, también tendría que encontrar el sentido de sus días.

Así, al día siguiente, ya amaneciendo, el vagabundo se apresuró a la tumba de su madre; esta vez, no sólo con una flor. Ahora llevaba en su mano izquierda dos tulipanes y, en la derecha, un paquete envuelto en papel de periódico. Le dio los buenos días a su madre y, agradeciéndole su vida de nuevo, colocó el tulipán en su lugar. Por primera vez, antes de abandonar el nicho, él también sintió el impulso de saborear el mármol. Y besó la fría tumba, sintiendo en sus labios el calor de la que en vida fue su madre.

* * * * *

Amaya llegó al cementerio muy pronto ese día. No había logrado descansar en toda la noche, pues se castigaba constantemente al pensar que no se había detenido a escribir nada la tarde anterior. ¿Cómo es que no lo había hecho? No es que le doliese no guardar esas palabras, pues igualmente las hubiese resquebrajado y lanzado al viento. Pero habiéndose convertido aquella mujer en la emoción más fuerte que había sentido allí dentro, sabía que no le había dedicado más que un puñado de lágrimas de cobardía, y necesitaba subsanarlo urgentemente.

Así, Amaya corrió desde su casa hasta la tumba y, anonadada, se detuvo de golpe ante ella. Un tulipán hermoso descansaba junto a un paquete y una nota.

Pensó que nadie más podría estarle escribiendo a un muerto y, menos aún, haciéndole un regalo. Así que, totalmente extrañada, cogió la nota con sus dedos, y leyó en voz alta:

“No te equivocas… este paquete no es para ella, es para ti.”

* * * * *

Impresionada, miró a su alrededor muy lentamente y no vio a nadie. Agachó la cabeza hacia la nota y de repente volvió a mirar en torno a ella, como si tratase de descubrir a alguien por sorpresa. No comprendía quien la podría estar esperando. Nadie sabía que ella iba a allí.

Abrió el paquete inquietamente, y encontró dentro de él folios escritos, fragmentos reconstruidos… ¡sus sentimientos prohibidos! Pegadas con trozos de celo sucio sus palabras perdidas, unas con otras, en un intento por mantener eterno lo que duró sólo un instante.

Amaya lloró de nuevo.

Y el vagabundo, aún escondido tras las tumbas, sonrió cómo nunca antes lo había hecho. De hecho, ni siquiera él mismo conocía aquella sensación.

Y por fin Amaya se enjuagó los ojos. Y comenzó a escribir. Y aquella noche, el vagabundo, tampoco durmió.

Ya clareaba el cielo tras el contorno negro de las tumbas cuando Amaya terminó de susurrarle sus palabras a la madre del vagabundo, sin imaginar siquiera quién era su hijo. Acto seguido, la besó. Y ésta, bajo el suelo y sin que nadie pudiese verla, sonrió.

* * * * *

Y desde entonces Amaya también visitó el cementerio en cada amanecer. Por las tardes seguía eligiendo una tumba al azar pero, por las mañanas, actuaba discretamente. Entraba en el reciento silenciosa, y observaba al vagabundo confiándose a su madre. Se escondía; callaba. Y como si fuese un muerto más, permanecía inmóvil vislumbrando la ternura.

Compartiendo los más íntimos momentos de aquel hombre solitario, sin que aquél pudiera ni siquiera imaginarlo, Amaya sentía la vida. Y ella nunca se dio cuenta, pero ya se había convertido en esa única historia que jamás iba a escribir.

No estaba muerta.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

bueno ali, yo ya te dije que yo sería tu representante si algun dia lo necesitaras...y tras leer esta historia y la de "la noche perfecta", cada vez me gustan mas tus palabras, tu forma de unirlas y separarlas y tu manera de transmitarlas hacia los que te leemos. has conseguido erizar mis brazos cuando amaya abre el paquete y que sonria cuando el vagabundo besa la tumba.... ME HAN GUSTADO MUCHO!!!gracias por hacerme partícipe.rakel.SAHARA LIBRE!!!

Anónimo dijo...

No tengo palabras, bueno si...que sigas adelante con el mundo de los relatos, con los que haces que disfruten y viajen todos aquellos que te leemos. Suerte en todo ali, que te la mereces. Te quiere siempre. Celia.

Anónimo dijo...

Hola pekeña...q tal la noche???sabes perfectamente las emociones q me produjo leer sta historia...lagrimas de pena y alegria corrian por mis mejillas...Tienes una capacidad expresiva alucinante, ya te lo dije,jeje.No espero nada de la vida en general, pero hace un minuto me has dicho q te esperara un minuto y te dije q te esperaría lo q hiciera falta...Se me pira. Talueee.Sueña siempre