Se desvían mis ojos infinitas veces, indomables hacia esa puerta.
Y tú no sales.
Y tú no pasas.
Y tú no eres.
Se pierden mis sueños extrañamente, desvaneciéndose en cada tarde.
Y tú no vienes.
Y tú no llegas.
Tú apareces.
- UN RINCÓN IMAGINARIO -
Se desvían mis ojos infinitas veces, indomables hacia esa puerta.
Y tú no sales.
Y tú no pasas.
Y tú no eres.
Se pierden mis sueños extrañamente, desvaneciéndose en cada tarde.
Y tú no vienes.
Y tú no llegas.
Mientras luchas por contener el desbordamiento en tus ojos, yo sólo puedo mirarte perpleja: es la primera vez que alguien reacciona así ante mis líneas.
Intentas seguir leyendo y tiemblan tu voz y tus manos. Entonces, tiemblan también mis piernas, y descubro la grandeza de que tú me consideres una pequeñísima escritora.
A veces pienso que la vida me exigía conocerte. A menudo me extraño por no haberte encontrado antes. Últimamente, creo que eres tú esa compañera tan esperada. Ésa con quien mirar hacia el frente; ésa con quien perder la cabeza.
Hoy, eres tú el motivo principal por el que agarro mi bolígrafo rojo, y, como cada tarde, me siento a relatar.
Te tuve un día tan cerca, ¡y hoy te tengo tan lejos!
Nadie me dijo nunca que sería tan solitaria. Nadie me avisó de que escogería siempre lo más difícil. Nadie me concienció de que debía ser fuerte.
Y, sin embargo, en algo me llena tu incómoda ausencia… pues se liberan mis sueños aplastando la prohibición.
Ante mi asombro, has sido tú quien se ha acordado de mí esta tarde… Hacía sólo unas horas que yo pensaba en llamarte. Y es que yo también añoro hablar contigo, verte a diario, compartir las experiencias que al final tanto nos unen.
Y ahora me parece eterna la espera, pero sé seguro que, sin darnos cuenta, estaremos las dos subidas en un avión, rumbo a Argelia, para pisar tras un largo viaje nuestro añorado desierto.
Por fin, de frente a nada, nos reuniremos por las mañanas ante una jaima. Por las tardes, nos sentaremos frente a las dunas y, por las noches, al fin, charlaremos bajo ese cielo sepulcral de estrellas. Y volveremos a reír como lo hicimos aquellos días. Volveremos al lugar en el que de verdad nos conocimos. Tú y yo, juntas. De nuevo.
Y es cierto, Raquel, que sólo tú eres consciente de cuánto añoro el Sahara… Lo que no sabes, amiga, es cuánto te extraño a ti.
En un día desconsolado, tus palabras son las únicas que me han llevado a sonreír. Gracias, una vez más, por no olvidarte de mí. Eres un tesoro de mi vida que, sin duda, tardé más tiempo del que yo hubiese elegido en descubrir.
Un leve roce en mi muslo. Introduces, ligeramente, la mano en mi bolsillo. Me giro. Me miras. Te sonrío. Te ríes. Y me das de fumar con tus dedos, mientras me imagino besarte las manos, en vez de besar el cigarro.
Mundos inconexos. Esferas fragmentadas. Seres despistados que huyen de todo cuanto conocen.
Sueños itinerantes. Confusión densa. Vacío lleno.
Pero un saharaui sólo calla para tomar aliento y gritar de nuevo.
Los saharauis, si es necesario, morirán en el intento.
Ignorancia, coacción, silencio.
Pero ni un solo saharaui se doblegará ante el miedo.
Los saharauis conocen bien la libertad y, aunque no la tengan, todavía están pagando su precio.
Siempre la misma historia. ¡La misma! Siempre.
¿Por qué miráis? ¿Por qué os marcháis?
¿Por qué diantres no os quedáis?
¿Por qué narices no actuáis?
Vosotros, que presumís de promover la libertad y la igualdad, ¿por qué las destrozáis?
Vosotros, que alardeáis de mantener la dignidad y el orden, ¿por qué los ignoráis?
Vosotros que tanto habláis de obligaciones y derechos… ¿Por qué demonios no os mojáis?
Día totalmente asalvajado. Demasiado tiempo descubriendo tus detalles. Juntos, desde la mañana, dejando correr el tiempo entre miradas. Y, desde entonces, sonriendo.
Se detienen los minutos frente a un par de microondas. Ya puede hervir tu plato o enfriarse el mío, que los dos continuamos inmersos en una nube de ideas.
Vuelvo al mundo de repente… ¡Tú te escapas! Como siempre. Y regresas al momento con cualquier excusa. Resucito, y tú te empeñas de nuevo en ahuyentarte. Seúl, va y viene. ¡¡¡Qué se quede!!!
La libertad, aunque tú trates de contenerla, es capaz de destrozar cualquier muro.
Hoy te cuesta mirarme a los ojos. Bajo tu apariencia, salvaje y fuerte, sigues encubriendo la inocencia de cuando fuiste un niño.
Me abstraigo disfrutando de tu risa inacabada mientras tú hablas. Y no me entero de nada, aunque diga que sí a todo. Me pregunto si tú te enteras de cómo intento disimular lo que siento. Me pregunto qué te preguntarás. Si olvidarás al instante este fugaz encuentro o si, por el contrario, aunque quieras y lo intentes, no lo puedes obviar.
Seúl, pensaba yo, iba a ser mi destino final. Hoy parece, sin embargo, que tan sólo se convertirá en un triste anhelo más. Ahora voy hacia el Sahara. ¡Créeme que siento miedo! Me pregunto si, el próximo verano, cuando vuelva de Finlandia, no querré buscarte en Ecuador.
Y como tú ya no estarás dónde un día pudiste estar, recuerda al menos que, desde aquella noche en Alcorcón, nunca (y si digo nunca, es nunca) dejé de bailar.
El aroma de un cigarro al encenderlo me devuelve al lugar desde el que escribo.
Estaba lejos, al otro lado del estrecho, junto a todos esos que no pueden abandonar su realidad siquiera un momento.
Estaba con todos los que duermen hacinados en oscuras y arrugadas celdas, víctimas de una tortura sin sentido.
Estaba entre manifestantes reprimidos, gritándole a la libertad aunque por ello me la arrebataran.
Estaba ante los ojos que lloraban.
Estaba con los que no tienen piernas, con los ciegos y con todos los que murieron a causa de las malditas minas.
Estaba con los que no podían ver la vida plena, por tener delante un muro.
Estaba escuchando los testimonios de aquellos que tuvieron que participar en una guerra.
Estaba entre los que enfermaban sin tener medios para curarse.
Estaba sola entre la niebla, añorando a un pueblo hoy exiliado. A mi familia. A todos los que un día fueron para mí cercanos.
Estaba escondiéndome de mi país, sintiéndome la fugitiva más extraña.
Estaba huyendo de la coacción, de la barbarie, de la opresión. Y sin embargo no podía escapar del sufrimiento.
Estaba mezclada entre los saharauis y, así, en lo que me he encendido un cigarrito, ya no lo estoy.
Es, quizás, por instantes tan pequeños como éstos, por lo que ya han pasado más de 30 años.
Te imagino paseando por las calles de Moscú. Encogidos tus hombros y refugiadas tus manos tras un guante y un bolsillo. Seguramente estarás sonriendo a pesar del frío. Y tus compañeras se alegrarán de estar viajando contigo.
Fotografiarás los detalles que a cualquier otro le pasarían desapercibidos, y camuflarás en tu memoria esos recuerdos que acrecentarán aún más la dulzura en tu carácter.
Te emocionarás ante la vida. Conquistarás lo inconquistable. La gente, a tu alrededor, se sentirá dichosa.
Te has alejado de todo por unos días y destacarás, morena, bajita, alegre… entre tanto ruso rubio, seco, y alto. Serás un primor. Aunque lo has sido siempre.
Y volverás muy pronto a casa, sin haber siquiera sospechado que tu hija te escribía porque te estaba añorando.
Y es que imagino el sonido de tus tacones al andar, y el ruido que haces por las mañanas, antes de irte a trabajar. Echo en falta tu atención, tus consejos, tus llamadas. Echo en falta hasta pensar, que podrías ser menos pesada.
Necesito que alguien sepa qué me ocurre sin necesidad de hablar. Necesito, Mota, que tú estés a mi lado, por lo que pueda pasar.
Un recuerdo en forma de piedra nos arrebató el último abrazo. Se me escapó el momento. Y en una fracción de segundo, nos alejamos más de mil kilómetros.
Las tierras son del pueblo que las mantiene, no del que las invade.
Las tierras son de aquel que lucha por defenderlas, y no del que intenta poseerlas.
Las tierras son de quien las cuida, y no de quien las explota.
Las tierras son del maltratado, y no del que maltrata.
Las tierras son de esa gente que tanto las ama. No son de ese verdugo que las mata.
Las tierras no son de quien las controla. Las tierras son de aquellos que las añoran.
Las tierras te valen para crecer, pero a nosotros, en cambio, nos llevan a renacer.
Las tierras te sirven para destrozar miles de corazones pero, a nosotros, nos sirven para compartir millones de ilusiones.
Trataba de entender qué era la vida. Divagaba y se inquietaba. Y tan sólo hallaba la respuesta en la temida muerte.
Corría un viento fresco esa misma tarde y, a eso de las ocho, Amaya regresó al lugar en el que se olvidaba de sí misma. Sus mechones de pelo parecían tentáculos sacudidos por los últimos latigazos de sol.
Sin fijarse en el camino que la condujo hasta allí, Amaya se sentó frente a una tumba cualquiera y observó cómo las sombras se estiraban sobre ella. Leyó el nombre de la mujer, y se centró en las fechas. Comenzó a perfilar su vida y erupcionó un volcán de percepción en sus adentros. Se estremeció. Casi podía ver con los ojos de esa fallecida.
Amaya se levantó del suelo confundida y fue oliendo, una por una, cada flor que había alrededor del cuerpo ya hace años enterrado. Se detuvo en cada pétalo varios minutos. La belleza, el tacto suave, el olor intenso. Todo le recordaba unas vivencias de alguien que no era ella.
El vagabundo la miraba fascinado: aquellas eran las flores que, desde el día en que vio a Amaya recorriendo el cementerio, él le había regalado a su difunta madre, como símbolo de amor por haberle dado la vida y, además, por haberle llevado ya muerta, hasta ella.
* * * * *
Amaya dejó la última flor, la que el vagabundo había depositado en la tumba esa misma mañana tras doblar la esquina en la que ella le perdió, en el mismo lugar en el que la había encontrado. Y desviando sus ojos de nuevo hacia las fechas inscritas en la lápida, lloró.
El vagabundo no lo creía. Por fin entendía el valor de su vida. Y entonces supo que, Amaya, también tendría que encontrar el sentido de sus días.
Así, al día siguiente, ya amaneciendo, el vagabundo se apresuró a la tumba de su madre; esta vez, no sólo con una flor. Ahora llevaba en su mano izquierda dos tulipanes y, en la derecha, un paquete envuelto en papel de periódico. Le dio los buenos días a su madre y, agradeciéndole su vida de nuevo, colocó el tulipán en su lugar. Por primera vez, antes de abandonar el nicho, él también sintió el impulso de saborear el mármol. Y besó la fría tumba, sintiendo en sus labios el calor de la que en vida fue su madre.
* * * * *
Amaya llegó al cementerio muy pronto ese día. No había logrado descansar en toda la noche, pues se castigaba constantemente al pensar que no se había detenido a escribir nada la tarde anterior. ¿Cómo es que no lo había hecho? No es que le doliese no guardar esas palabras, pues igualmente las hubiese resquebrajado y lanzado al viento. Pero habiéndose convertido aquella mujer en la emoción más fuerte que había sentido allí dentro, sabía que no le había dedicado más que un puñado de lágrimas de cobardía, y necesitaba subsanarlo urgentemente.
Así, Amaya corrió desde su casa hasta la tumba y, anonadada, se detuvo de golpe ante ella. Un tulipán hermoso descansaba junto a un paquete y una nota.
Pensó que nadie más podría estarle escribiendo a un muerto y, menos aún, haciéndole un regalo. Así que, totalmente extrañada, cogió la nota con sus dedos, y leyó en voz alta:
“No te equivocas… este paquete no es para ella, es para ti.”
* * * * *
Impresionada, miró a su alrededor muy lentamente y no vio a nadie. Agachó la cabeza hacia la nota y de repente volvió a mirar en torno a ella, como si tratase de descubrir a alguien por sorpresa. No comprendía quien la podría estar esperando. Nadie sabía que ella iba a allí.
Abrió el paquete inquietamente, y encontró dentro de él folios escritos, fragmentos reconstruidos… ¡sus sentimientos prohibidos! Pegadas con trozos de celo sucio sus palabras perdidas, unas con otras, en un intento por mantener eterno lo que duró sólo un instante.
Amaya lloró de nuevo.
Y el vagabundo, aún escondido tras las tumbas, sonrió cómo nunca antes lo había hecho. De hecho, ni siquiera él mismo conocía aquella sensación.
Y por fin Amaya se enjuagó los ojos. Y comenzó a escribir. Y aquella noche, el vagabundo, tampoco durmió.
Ya clareaba el cielo tras el contorno negro de las tumbas cuando Amaya terminó de susurrarle sus palabras a la madre del vagabundo, sin imaginar siquiera quién era su hijo. Acto seguido, la besó. Y ésta, bajo el suelo y sin que nadie pudiese verla, sonrió.
* * * * *
Y desde entonces Amaya también visitó el cementerio en cada amanecer. Por las tardes seguía eligiendo una tumba al azar pero, por las mañanas, actuaba discretamente. Entraba en el reciento silenciosa, y observaba al vagabundo confiándose a su madre. Se escondía; callaba. Y como si fuese un muerto más, permanecía inmóvil vislumbrando la ternura.
Compartiendo los más íntimos momentos de aquel hombre solitario, sin que aquél pudiera ni siquiera imaginarlo, Amaya sentía la vida. Y ella nunca se dio cuenta, pero ya se había convertido en esa única historia que jamás iba a escribir.
No estaba muerta.