30 abr 2008

Impaciente

Se desvían mis ojos infinitas veces, indomables hacia esa puerta.
Y tú no sales.

Se tuercen mis pasos en cada movimiento, enrevesándose en el pasillo.
Y tú no pasas.

Se distraen mis oídos continuamente, inquietos con cada ruido.
Y tú no eres.

Se pierden mis sueños extrañamente, desvaneciéndose en cada tarde.
Y tú no vienes.

Se nublan mis esperanzas muy lentamente, ahogándose en un suspiro.
Y tú no llegas.

Y de repente baila mi pecho alocadamente, acelerando el tic-tac del tiempo…
Tú apareces.

29 abr 2008

Raquelilla (III)

Mientras luchas por contener el desbordamiento en tus ojos, yo sólo puedo mirarte perpleja: es la primera vez que alguien reacciona así ante mis líneas.

Intentas seguir leyendo y tiemblan tu voz y tus manos. Entonces, tiemblan también mis piernas, y descubro la grandeza de que tú me consideres una pequeñísima escritora.

A veces pienso que la vida me exigía conocerte. A menudo me extraño por no haberte encontrado antes. Últimamente, creo que eres tú esa compañera tan esperada. Ésa con quien mirar hacia el frente; ésa con quien perder la cabeza.

Hoy, eres tú el motivo principal por el que agarro mi bolígrafo rojo, y, como cada tarde, me siento a relatar.

28 abr 2008

Yo soy...

Barco en el desierto,
hielo ante el fuego,
la pluma contra el viento.
¡Estúpida!

Murmullo en el silencio,
inmutable ante el tiempo,
la inseguridad contra el miedo.
¡Estúpida!

Desenlace en el comienzo,
pintura seca ante el lienzo,
la finitud contra el cielo.
¡Estúpida!

Acercándose el verano...

Hoy vuelvo a dormir con la ventana abierta.

Buscando la hipnosis

Me acerco un cigarro a la boca, despacio, mientras mis pupilas tratan de esquivar el humo buscando la hipnosis.

Te tuve un día tan cerca, ¡y hoy te tengo tan lejos!

Tu nombre me suena a olvido y tus promesas, a sueños.

Sepultadas las ilusiones, me aventuro a confiar en los recuerdos. Una vez más estoy viviendo de algo que, quizás, murió hace tiempo o, lo que es peor, sólo nació en mi pecho.

¿Aprenderé algún día a juntar lo imposible con lo eterno?

A menos de un metro

Aguarda un mensaje bajo algunos papeles apretados por trazos negros. Tú no lo has visto aún, pero detrás del rojo inocente se esconden palabras cohibidas. Y todo el significado se concentra en los espacios en blanco que han quedado entre las letras. Esos espacios que a ti te pasan desapercibidos. Y entonces reflexiono que, quizás, es esto lo que debí escribirte entonces. Pero no lo hice. El valor huyó en ese preciso instante y fue imposible recuperarlo a tiempo.

Ahora llegan hasta mí, ráfagas de olor seuliano. Me inundan los movimientos de tu oleaje. Y estando tan cerca, me inquieta no poder escuchar tus pensamientos.

Me voy, el miedo invade y tengo que marcharme antes de que lo leas.

27 abr 2008

Cambio de estación

Nadie me dijo nunca que sería tan solitaria. Nadie me avisó de que escogería siempre lo más difícil. Nadie me concienció de que debía ser fuerte.

Pero alguien que no conozco reveló que las “despedidas son indispensables para los reencuentros” y, después de saber esto, llegué hasta ti. Hoy, no tengo otro remedio que apoyarme en la sabiduría popular para entender el paso del tiempo.

Me alejé de ti en el equinoccio de primavera pero (si Ala quiere), me reuniré contigo en el solsticio de verano.

Tus insignificantes grandezas

Indago tras esa nube rizada. Bajo ella, se aparece un horizonte muy lejano, profundo, hasta infinito. Mientras me hablas, únicamente pienso que tu mirada ha traspasado mis límites. Lo ha hecho.

El fulgor de la media luna tras las sombras encrespadas me seduce, y el retumbar de un carcajeo entusiasmado me ensordece. Tu sonrisa me transporta hasta una esfera diferente. Lo consigue.

Por un sendero de cuadros retorcidos me doy el más febril de los paseos, y llego a la plenitud naranja. Mientras tú charlas, yo me distraigo, viajando sin seguir ningún tipo de cuadro y alcanzando en sueños la plenitud de tu orgasmo.

Un latir acelerado se remueve entre tirantes musicales que, cuando se derrumban hasta tu cintura, a mí me arrastran transportándome a un estado de locura.

No sé evitar lo que no quiero evitar. Aunque oralmente lo niegue… no pierdo ningún instante cuando puedo imaginar.

26 abr 2008

Añorándote

Me invaden tus ojos desérticos entre tanta naturaleza.
Me ahoga tu cuerpo oscuro en la claridad de la mañana.
Me aplastan tus gordos besos ante la finura del silencio.
Me atrapa tu voz calmada frente al piar de los pájaros.
Me atan tus manos suaves a la corteza del tronco de un árbol.
Me tumban tus deseos anhelantes cuando sigo mis pasos.
Me agazapo entre tus estrellados brazos temiendo la soledad.

Y, sin embargo, en algo me llena tu incómoda ausencia… pues se liberan mis sueños aplastando la prohibición.

Será ésa

Interrupciones constantes antes de trazar mis primeras letras. Inconvenientes fugaces que se llevan consigo la eternidad de una idea. Vuela mi pensamiento, pero oscurece en Madrid más que en mi alma. Y cuando él sol se marcha, no arrastra con él todo signo de luz.

Suena un murmullo a lo lejos. ¿Será mi imaginación? Me parece hallar, entre estatuas perecederas, un rastro de voz inmortal. Ésa que nunca se calla, ésa que habla aún cuando parece muda. Ésa que obliga a escuchar incluso a aquel que se hizo el sordo. Ésa que no me abandona…

¿Será mi conciencia?

25 abr 2008

Raquelilla (II)

Desmotivada. Sin encontrar por ningún lado la razón por la que hoy me muevo.

Ante mi asombro, has sido tú quien se ha acordado de mí esta tarde… Hacía sólo unas horas que yo pensaba en llamarte. Y es que yo también añoro hablar contigo, verte a diario, compartir las experiencias que al final tanto nos unen.

Y ahora me parece eterna la espera, pero sé seguro que, sin darnos cuenta, estaremos las dos subidas en un avión, rumbo a Argelia, para pisar tras un largo viaje nuestro añorado desierto.

Por fin, de frente a nada, nos reuniremos por las mañanas ante una jaima. Por las tardes, nos sentaremos frente a las dunas y, por las noches, al fin, charlaremos bajo ese cielo sepulcral de estrellas. Y volveremos a reír como lo hicimos aquellos días. Volveremos al lugar en el que de verdad nos conocimos. Tú y yo, juntas. De nuevo.

Y es cierto, Raquel, que sólo tú eres consciente de cuánto añoro el Sahara… Lo que no sabes, amiga, es cuánto te extraño a ti.

En un día desconsolado, tus palabras son las únicas que me han llevado a sonreír. Gracias, una vez más, por no olvidarte de mí. Eres un tesoro de mi vida que, sin duda, tardé más tiempo del que yo hubiese elegido en descubrir.

24 abr 2008

Quédate conmigo

Un leve roce en mi muslo. Introduces, ligeramente, la mano en mi bolsillo. Me giro. Me miras. Te sonrío. Te ríes. Y me das de fumar con tus dedos, mientras me imagino besarte las manos, en vez de besar el cigarro.

Me quedaría a tu lado. Aún sin rozarte. Me sobra con que tu cuerpo se detenga ante el mío, ¡pero que no se valla! Me enrabieta que siempre dures solamente unos instantes a mi lado.

Dime tú, si es que lo sabes, ¿por qué huyes? Digo yo que no lo sabes… ¿Por qué otras veces huyo yo?

23 abr 2008

Fragmentos

Mundos inconexos. Esferas fragmentadas. Seres despistados que huyen de todo cuanto conocen.

La misma historia


Sueños itinerantes. Confusión densa. Vacío lleno.
Pero un saharaui sólo calla para tomar aliento y gritar de nuevo.

Una estrella liberada cruza el cielo. No se detiene ante nada.
Los saharauis, si es necesario, morirán en el intento.


Siempre la misma historia. ¡La misma! Siempre.

Ignorancia, coacción, silencio.
Pero ni un solo saharaui se doblegará ante el miedo.

Lucha inmortal. Fiel convicción. Absurda realidad…
Los saharauis conocen bien la libertad y, aunque no la tengan, todavía están pagando su precio.


Siempre la misma historia. ¡La misma! Siempre.

Hipocresía

¿Por qué miráis? ¿Por qué os marcháis?
¿Por qué diantres no os quedáis?

¿Por qué calláis? ¿Por qué disimuláis?
¿Por qué narices no actuáis?

Vosotros, que presumís de promover la libertad y la igualdad, ¿por qué las destrozáis?

Vosotros, que alardeáis de mantener la dignidad y el orden, ¿por qué los ignoráis?

Vosotros que tanto habláis de obligaciones y derechos… ¿Por qué demonios no os mojáis?

Sumergiéndome

Día totalmente asalvajado. Demasiado tiempo descubriendo tus detalles. Juntos, desde la mañana, dejando correr el tiempo entre miradas. Y, desde entonces, sonriendo.

Se detienen los minutos frente a un par de microondas. Ya puede hervir tu plato o enfriarse el mío, que los dos continuamos inmersos en una nube de ideas.

Vuelvo al mundo de repente… ¡Tú te escapas! Como siempre. Y regresas al momento con cualquier excusa. Resucito, y tú te empeñas de nuevo en ahuyentarte. Seúl, va y viene. ¡¡¡Qué se quede!!!

No nos rendiremos

Puede que tus mentiras convenzan a muchos, pero no nos callarán a nosotros. La voz es más potente que cualquiera de tus armas.

Puede que el silencio que guarda el mundo te dé la razón, pero nuestros deseos romperán un día en eco. La lucha de un pueblo es más fuerte que cualquier opresión.

La libertad, aunque tú trates de contenerla, es capaz de destrozar cualquier muro.

22 abr 2008

Inextinguible

Hoy te cuesta mirarme a los ojos. Bajo tu apariencia, salvaje y fuerte, sigues encubriendo la inocencia de cuando fuiste un niño.

Me abstraigo disfrutando de tu risa inacabada mientras tú hablas. Y no me entero de nada, aunque diga que sí a todo. Me pregunto si tú te enteras de cómo intento disimular lo que siento. Me pregunto qué te preguntarás. Si olvidarás al instante este fugaz encuentro o si, por el contrario, aunque quieras y lo intentes, no lo puedes obviar.

Seúl, pensaba yo, iba a ser mi destino final. Hoy parece, sin embargo, que tan sólo se convertirá en un triste anhelo más. Ahora voy hacia el Sahara. ¡Créeme que siento miedo! Me pregunto si, el próximo verano, cuando vuelva de Finlandia, no querré buscarte en Ecuador.

Y como tú ya no estarás dónde un día pudiste estar, recuerda al menos que, desde aquella noche en Alcorcón, nunca (y si digo nunca, es nunca) dejé de bailar.

Mas de 30 años

El aroma de un cigarro al encenderlo me devuelve al lugar desde el que escribo.

Estaba lejos, al otro lado del estrecho, junto a todos esos que no pueden abandonar su realidad siquiera un momento.

Estaba con todos los que duermen hacinados en oscuras y arrugadas celdas, víctimas de una tortura sin sentido.

Estaba entre manifestantes reprimidos, gritándole a la libertad aunque por ello me la arrebataran.

Estaba ante los ojos que lloraban.

Estaba con los que no tienen piernas, con los ciegos y con todos los que murieron a causa de las malditas minas.

Estaba con los que no podían ver la vida plena, por tener delante un muro.

Estaba escuchando los testimonios de aquellos que tuvieron que participar en una guerra.

Estaba entre los que enfermaban sin tener medios para curarse.

Estaba sola entre la niebla, añorando a un pueblo hoy exiliado. A mi familia. A todos los que un día fueron para mí cercanos.

Estaba escondiéndome de mi país, sintiéndome la fugitiva más extraña.

Estaba huyendo de la coacción, de la barbarie, de la opresión. Y sin embargo no podía escapar del sufrimiento.

Estaba mezclada entre los saharauis y, así, en lo que me he encendido un cigarrito, ya no lo estoy.

Es, quizás, por instantes tan pequeños como éstos, por lo que ya han pasado más de 30 años.

21 abr 2008

"Mota"

Te imagino paseando por las calles de Moscú. Encogidos tus hombros y refugiadas tus manos tras un guante y un bolsillo. Seguramente estarás sonriendo a pesar del frío. Y tus compañeras se alegrarán de estar viajando contigo.

Fotografiarás los detalles que a cualquier otro le pasarían desapercibidos, y camuflarás en tu memoria esos recuerdos que acrecentarán aún más la dulzura en tu carácter.

Te emocionarás ante la vida. Conquistarás lo inconquistable. La gente, a tu alrededor, se sentirá dichosa.

Te has alejado de todo por unos días y destacarás, morena, bajita, alegre… entre tanto ruso rubio, seco, y alto. Serás un primor. Aunque lo has sido siempre.

Y volverás muy pronto a casa, sin haber siquiera sospechado que tu hija te escribía porque te estaba añorando.

Y es que imagino el sonido de tus tacones al andar, y el ruido que haces por las mañanas, antes de irte a trabajar. Echo en falta tu atención, tus consejos, tus llamadas. Echo en falta hasta pensar, que podrías ser menos pesada.

Necesito que alguien sepa qué me ocurre sin necesidad de hablar. Necesito, Mota, que tú estés a mi lado, por lo que pueda pasar.

¡Detente!


Hay trenes que pasan más de una vez.
Si no descarrila antes,
cuando pare en mi estación el de Seúl,
me subiré.
Y, si no para…
Si no para me sentaré en el andén,
hasta que pase otro desconocido
que me quiera recoger.

Mi viaje está paralizado
pero, aunque lo niegue,
Seúl sigue siendo un destino deseado.

Desorientada


No es posible que todos esos desconfiados tuviesen razón. No es posible que nosotros, únicos testigos de aquellos días, la hayamos perdido. No es posible que estés olvidando. ¿Acaso puedo olvidar yo?
Sigue manifestándose mi anhelo en forma de lágrima… Hay ríos que nunca se secan.

Hace exactamente un mes, aproximadamente a estas horas, me deshacía en tus últimos besos. Me rodeabas con tus brazos en un callejón sombrío, bajo la cómplice mirada de la luna llena. De tus labios brotaron palabras que hoy en día no sabría repetir. En mi ser solamente se quedó impregnado el rumor de tu voz sincera, y el tacto de tus manos.
Un recuerdo en forma de piedra nos arrebató el último abrazo. Se me escapó el momento. Y en una fracción de segundo, nos alejamos más de mil kilómetros.

No es posible que hoy nos distancie algo más que el espacio. No es posible que hoy nos separe también el tiempo. No es posible que te hayas rendido. ¿Acaso puedo rendirme yo?

20 abr 2008

Nuestras tierras

Las tierras son del pueblo que las mantiene, no del que las invade.
Las tierras son de aquel que lucha por defenderlas, y no del que intenta poseerlas.
Las tierras son de quien las cuida, y no de quien las explota.
Las tierras son del maltratado, y no del que maltrata.
Las tierras son de esa gente que tanto las ama. No son de ese verdugo que las mata.
Las tierras no son de quien las controla. Las tierras son de aquellos que las añoran.

Las tierras son sólo tu excusa para enriquecerte. Pero esas tierras son, para nosotros, el único motivo para querer vencerte.
Las tierras te valen para crecer, pero a nosotros, en cambio, nos llevan a renacer.
Las tierras te sirven para destrozar miles de corazones pero, a nosotros, nos sirven para compartir millones de ilusiones.

Las tierras son tu símbolo de crueldad. Pero para nosotros, aunque te enerve, simbolizan la más pura libertad.

19 abr 2008

Besos de mármol


Trataba de entender qué era la vida. Divagaba y se inquietaba. Y tan sólo hallaba la respuesta en la temida muerte.

Fue así cómo un día sus pasos la llevaron hasta el cementerio. Estaba justo al lado de su casa y, sin embargo, en rara ocasión se había acercado hasta allí. Pero desde entonces, Amaya no observó ningún atardecer sin estar sentada entre las tumbas.

Cada vez que entraba en el recinto, se sentía más viva que nunca. Nada más abrir la rígida puerta de hierro sonreía, cómo en ningún otro momento del día sabía hacerlo aunque lo intentara. De hecho, su familia y sus amigos no conocían aquella expresión. Pero éste sólo era el primer secreto que a diario Amaya ocultaba tras las verjas del cementerio.

Se sentaba, siempre al azar, frente a alguna lápida; cada tarde, una distinta. Al principio sólo la miraba, deteniéndose en las fechas que marcaban un principio y un final. Y en ese instante comenzaba a imaginar cómo pudo haber sido aquella niña, aquel anciano, y todos esos muertos que un día estuvieron vivos. Inventaba historias sobre ellos, esbozando incluso los detalles rutinarios. En su cabeza, Amaya escuchaba cómo reían. Sabía cómo sufrían, cómo amaban y también, cómo se equivocaban. Amaya podía contestar cada pregunta que surgiese sobre ellos. La respuesta sólo dependía de su intención. Y su imaginación volaba. Y sólo en ese momento dejaba de pensar en qué sería eso que llaman vida para, sin percatarse, comprenderla.

El tiempo, entonces, también volaba.

* * * * *

Un viejo vagabundo la espiaba tras las cruces en cada crepúsculo. Él tampoco comprendía para qué estaba la vida pero, observándola, de repente la sentía. Y por eso empezó a transitar el cementerio cada tarde. A escondidas. Siempre a escondidas. Ella nunca le veía.

Eran varias las horas que Amaya pasaba dentro del cementerio cada día. El vagabundo, por su parte, cada vez llegaba antes al lugar para mirarla, hasta que finalmente asumió que ésa iba a ser su nueva casa, quedándose a vivir allí.

A ambos les gustaba presenciar ese momento en que las sombras de las lápidas se alargan cada vez más, llegando su silueta a transformarse en delicados hilos de penumbra. A los dos les hechizaba la paz del silencio sepulcral. A ambos les emocionaba cobijarse tras la muerte, pues llegaban a sentirse vivos.

* * * * *

Mientras Amaya pensaba, frente a algún nombre desconocido, oscurecía. Y aunque hubiese sido propio de una chica tan desconfiada como ella, no sentía miedo. Ni siquiera una sola vez se despistó su divagar por ello. No lo tenía en cuenta, no le importaba. Entre los muros de los nichos, simplemente, el miedo no existía para ella.

Pronto Amaya comenzó a escribir las historias que en su mente dibujaba. Les daba forma, las acotaba. Transformaba su imaginación en letras mal trazadas. Y sentía que, de esa manera, podía revivir las almas desaparecidas.

El vagabundo la observaba escribir durante horas y, por ello, dejó de contemplar el alargamiento de las sombras, para comenzar a percibir el color del cielo en las pupilas de la joven. Los reflejos ondulaban en sus ojos, tornándose cada vez más difusos, a medida que la noche iba surgiendo. Después, sólo los recordaba. Y comenzó él a imaginar cómo seria el día a día de ese alma solitaria.

Sin sospecharlo ella, y ocultándolo él, aquel vagabundo compartía los momentos más íntimos de su existencia. Esos que, quizás, a Amaya le estaban dando la vida. Esos que, en consecuencia, se la estaban dando también a él.

* * * * *

Justo antes de marcharse hacia su casa, ya en plena madrugada, Amaya leía lo que había escrito sobre ellas, susurrándole a las tumbas. Al terminar, acercaba sus labios y besaba la superficie de mármol grisáceo que le había servido de inspiración, y rompía los papeles en pedazos. Miraba hacia el cielo denso y comprobaba que sólo la estuviesen descubriendo las estrellas. Levantaba despacio los brazos y, sin pensar, abría sus manos, dejando que sus palabras se volasen con el viento. No le importaba perderlas. Escribir sólo implicaba un modo para alcanzar la abstracción.

El vagabundo, alucinaba.

Y así lo hacía Amaya cada tarde: llegaba y se sentaba. Pensaba y escribía. Leía pausadamente y besaba la tumba. Rompía sus mensajes y los dejaba a merced del tiempo. Pensaba, escribía, besaba. Rompía, volaba, y se marchaba. Así siempre.

* * * * *

Desde que el vagabundo llegó al cementerio, hacía ya algunos meses, su madre era la única con la que hablaba. Sabía que no podría escucharle, pero necesitaba disculparse por no haberse decidido a hablarla antes. Ella, sin duda, le comprendía. Era su madre, y le perdonaba.

Caían gotas de rocío aquella mañana temprana, y el vagabundo se dirigía, como de costumbre, con una margarita entre los dedos hacia la tumba de su madre, para darle los buenos días. Aquél era el momento en el que deambulaba a sus anchas por el cementerio, sin preocuparse de camuflarse o de hacer ruido. Era su hogar y, hasta la tarde, no asomaría su invitada predilecta. Por ello arrastraba los pies e iba silbando; porque, por las mañanas, Amaya nunca aparecía.

Y Amaya no le espió ni le siguió aquella mañana pero, ante la rareza de encontrarse por primera vez un ápice de movimiento en tan plena quietud, se quedó paralizada mirándole pasar hasta que, por fin, el vagabundo dobló una esquina y desapareció. Por un momento imaginó que había dado vida a alguno de sus personajes, mas reaccionó en seguida y se apresuró a salir de allí. Nadie debía verla. Precisamente en soledad se confundía con el entorno. Y eso era lo único que Amaya deseaba.

* * * * *

Corría un viento fresco esa misma tarde y, a eso de las ocho, Amaya regresó al lugar en el que se olvidaba de sí misma. Sus mechones de pelo parecían tentáculos sacudidos por los últimos latigazos de sol.

Sin fijarse en el camino que la condujo hasta allí, Amaya se sentó frente a una tumba cualquiera y observó cómo las sombras se estiraban sobre ella. Leyó el nombre de la mujer, y se centró en las fechas. Comenzó a perfilar su vida y erupcionó un volcán de percepción en sus adentros. Se estremeció. Casi podía ver con los ojos de esa fallecida.

Amaya se levantó del suelo confundida y fue oliendo, una por una, cada flor que había alrededor del cuerpo ya hace años enterrado. Se detuvo en cada pétalo varios minutos. La belleza, el tacto suave, el olor intenso. Todo le recordaba unas vivencias de alguien que no era ella.

El vagabundo la miraba fascinado: aquellas eran las flores que, desde el día en que vio a Amaya recorriendo el cementerio, él le había regalado a su difunta madre, como símbolo de amor por haberle dado la vida y, además, por haberle llevado ya muerta, hasta ella.

* * * * *

Amaya dejó la última flor, la que el vagabundo había depositado en la tumba esa misma mañana tras doblar la esquina en la que ella le perdió, en el mismo lugar en el que la había encontrado. Y desviando sus ojos de nuevo hacia las fechas inscritas en la lápida, lloró.

El vagabundo no lo creía. Por fin entendía el valor de su vida. Y entonces supo que, Amaya, también tendría que encontrar el sentido de sus días.

Así, al día siguiente, ya amaneciendo, el vagabundo se apresuró a la tumba de su madre; esta vez, no sólo con una flor. Ahora llevaba en su mano izquierda dos tulipanes y, en la derecha, un paquete envuelto en papel de periódico. Le dio los buenos días a su madre y, agradeciéndole su vida de nuevo, colocó el tulipán en su lugar. Por primera vez, antes de abandonar el nicho, él también sintió el impulso de saborear el mármol. Y besó la fría tumba, sintiendo en sus labios el calor de la que en vida fue su madre.

* * * * *

Amaya llegó al cementerio muy pronto ese día. No había logrado descansar en toda la noche, pues se castigaba constantemente al pensar que no se había detenido a escribir nada la tarde anterior. ¿Cómo es que no lo había hecho? No es que le doliese no guardar esas palabras, pues igualmente las hubiese resquebrajado y lanzado al viento. Pero habiéndose convertido aquella mujer en la emoción más fuerte que había sentido allí dentro, sabía que no le había dedicado más que un puñado de lágrimas de cobardía, y necesitaba subsanarlo urgentemente.

Así, Amaya corrió desde su casa hasta la tumba y, anonadada, se detuvo de golpe ante ella. Un tulipán hermoso descansaba junto a un paquete y una nota.

Pensó que nadie más podría estarle escribiendo a un muerto y, menos aún, haciéndole un regalo. Así que, totalmente extrañada, cogió la nota con sus dedos, y leyó en voz alta:

“No te equivocas… este paquete no es para ella, es para ti.”

* * * * *

Impresionada, miró a su alrededor muy lentamente y no vio a nadie. Agachó la cabeza hacia la nota y de repente volvió a mirar en torno a ella, como si tratase de descubrir a alguien por sorpresa. No comprendía quien la podría estar esperando. Nadie sabía que ella iba a allí.

Abrió el paquete inquietamente, y encontró dentro de él folios escritos, fragmentos reconstruidos… ¡sus sentimientos prohibidos! Pegadas con trozos de celo sucio sus palabras perdidas, unas con otras, en un intento por mantener eterno lo que duró sólo un instante.

Amaya lloró de nuevo.

Y el vagabundo, aún escondido tras las tumbas, sonrió cómo nunca antes lo había hecho. De hecho, ni siquiera él mismo conocía aquella sensación.

Y por fin Amaya se enjuagó los ojos. Y comenzó a escribir. Y aquella noche, el vagabundo, tampoco durmió.

Ya clareaba el cielo tras el contorno negro de las tumbas cuando Amaya terminó de susurrarle sus palabras a la madre del vagabundo, sin imaginar siquiera quién era su hijo. Acto seguido, la besó. Y ésta, bajo el suelo y sin que nadie pudiese verla, sonrió.

* * * * *

Y desde entonces Amaya también visitó el cementerio en cada amanecer. Por las tardes seguía eligiendo una tumba al azar pero, por las mañanas, actuaba discretamente. Entraba en el reciento silenciosa, y observaba al vagabundo confiándose a su madre. Se escondía; callaba. Y como si fuese un muerto más, permanecía inmóvil vislumbrando la ternura.

Compartiendo los más íntimos momentos de aquel hombre solitario, sin que aquél pudiera ni siquiera imaginarlo, Amaya sentía la vida. Y ella nunca se dio cuenta, pero ya se había convertido en esa única historia que jamás iba a escribir.

No estaba muerta.