27 dic 2007

Aicilaa...


Escribía siempre que callaba algo. Escribía por necesidad, por vicio, por fijación. Escribía porque, en realidad, una especie de impulso rebelde le empujaba a hacerlo. Para ella, escribir era tan libre como cualquier estornudo: se escapaba de repente y sin poder controlarlo.

Escribía en cualquier sitio, sobre cualquier papel… pero nunca con cualquier bolígrafo. Ella siempre utilizaba el color rojo. Y la razón la desconocía, pero la caracterizaba. Siempre señalaba la fecha, pero nunca la hora. A veces tardaba varias en escribir sólo un párrafo y otras, por el contrario, rellenaba montones de hojas en pocos minutos.

Escribía porque, sencillamente, no podía evitarlo. Sobre todo, cuando tenía sensaciones tan intensas que creía que nadie más las había sentido. Escribía cuando algo le era tan desconocido que le asustaba. Escribía por desconfianza, y por seguridad. Como a él la música, a ella escribir le sumergía en un calabozo de emociones extrañas, irreconocibles, indescriptibles. Y se esforzaba por vomitar lo que tantas náuseas le provocaba. Tenerlo dentro no le servía de nada. Era estúpido, inútil, y además, doloroso. Y «sin embrago – pensaba ella – escupirle un gargajo al mundo no es mejor que tragárselo».

Aunque se sentía terriblemente culpable, ella seguía escribiendo.

24 dic 2007

En la Plaza mayor

Llegó sin rumbo. Caminaba sin destino. Miró al cielo y sintió el vértigo. Nunca antes lo había saboreado y, a pesar de todo, sonrió.

Se miró las manos durante unos segundos, y después se detuvo ante el reflejo de un escaparate. La gente caminaba deprisa a sus espaldas, siguiendo cualquier dirección. No le importaba a dónde irían. Ni siquiera sabía a dónde iba él.

El acordeón que tocaba un viejo gitano le devolvió la música. Hacía ya muchos años que no tenía esa sensación. Por un instante se creyó invisible, y rió. Rió a carcajadas, como nunca más vi reír a ningún hombre que anduviese solo. Mas a él la compañía le sobraba: por fin podía estar consigo mismo. Y al pensar en ello, rió todavía más.

Ahora ese hombre sólo era preso de su silencio. Por primera vez, sus ojos no parpadearon. Y movió la cabeza sin llegar a creerse lo que estaba sintiendo.

Y deteniéndome entre medias de la multitud aquella tarde de diciembre, descubrí cómo es posible acariciar la libertad: observando a un hombre que parece respirarla.

21 dic 2007

04:37 a.m.

Sencillamente no era tan fácil como deseaba. El olvido no llega de repente. Ni se puede pasar de página moviendo sólo un dedo.

Qué difícil es hoy no poder tocarte, no poder besarte. Qué difícil es hoy no poder siquiera mirarte.

El corazón me late deprisa y es de angustia. Acabo de verte por Malasaña y, para qué mentir… me has estropeado la noche.

A veces son pocas las palabras que hacen falta para decirlo todo. Y esto no sólo ocurre en el amor. Supongo que las casualidades no siempre son mágicas y en ocasiones nos sitúan, no sólo donde no esperamos estar, sino donde no queremos.

Es admirable transformar las ganas de llorar en ganas de reír. Pero que no se llore no significa que no se sienta la tristeza. No es tan sencillo transformar la nostalgia en alegría. Y después de todo, creo que nadie excepto yo lo dijo. ¡Seré idiota! Vi ya ganada la guerra antes de librarse la primera batalla. El exceso de confianza es tan perjudicial como su ausencia. Y, hoy, no soy lo que esperaba de mí.

Si bien yo era la única que sabía dónde iba a meterme, fui yo la única también que decidió no negarse a ello. Y así asumí las consecuencias que nunca pensé que llegarían. Pero hoy el día ha despertado gris, recordándome que si ni siquiera el cielo se libra del dolor, no lo haré yo tampoco.

¡Que ingenua he sido al pensar que sabía relativizar las cosas! Todavía me queda demasiado camino por andar…

18 dic 2007

Nieva en Madrid

Me despierto escuchando unos ruiditos que provienen del patio que hay tras mi ventana. No pueden ser las piedras las que se muevan. Y no suena como la lluvia. Me levanto deprisa y retiro las cortinas: son delicados copos de nieve que van marcando el compás del tiempo. Tiempo que pasa. Que no se detiene. Que cae desde el cielo hasta el suelo, preso de una fuerza invencible que tal cual nace, le hace desaparecer.

Parece que hoy la única verdad que tiene la vida se hace más obvia que nunca.

Hace unos días llovían hojas secas otoñales y hoy, de pronto, nieva en Madrid. Me tendré que ir acostumbrando. Si todo surge según lo esperado, a mediados del próximo año me rodeará la nieve día sí, día también.

Me siento a escribir en la terraza a pesar del frío. Sólo llevo puesto un guante en mi mano izquierda. La otra se mueve deprisa garabateando un papel, para no congelarse. El invierno intenta colarse en mi vida y, aunque no llama con sutileza, le abro la puerta.

17 dic 2007

En noches como ésta...

En noches como ésta, me refugio entre las hojas secas del otoño. Busco la soledad, a falta de compañía. Tiritan frías mis manos, como tiritan las finas ramas que penden inestables de otras ramas más gordas. El viento las agita igual que el tiempo lo ha hecho con mi pulso. Todo tiembla, menos el silencio. Pero… en otras noches como ésta, tú eras lo único que a mí me hacía temblar.

En noches como ésta, mi cuerpo mengua de la misma forma en que lo hace la luna: hasta desaparecer. Pero la oscuridad del cielo no es más profunda que el dolor de tu recuerdo. Me alumbran las bombillas anaranjadas y mortecinas de las farolas. De pronto, escucho el aullido de un perro, que es hoy la única señal de vida. Pero… en otras noches como ésta, tú eras la única señal de mi vida.

En noches como ésta escupo tinta roja sobre papeles en sucio. Me enciendo un cigarrillo tras otro y dejo que me rodeé el humo. Pasan las horas, como si fuesen días moribundos a los pies de una tumba. No pienso en nada, excepto en ti. Pero… en otras noches como ésta, era el cielo el único que enrojecía. Yo sólo me dejaba rodear por tus aromas y eran los días los que se me escapaban como si fuesen horas. Y es cierto que entonces tampoco pensaba en nada, excepto en ti.

Y hoy las canas han teñido el pelo bajo el que se refugian mis recuerdos del olvido, del mismo modo en que la nieve recubría las calles por las que nuestra unión se resguardaba del mañana. Han pasado muchos años ya desde que te conocí. He crecido tanto como el amor que te guardaba. He conocido otros rincones que no son los tuyos y he intentado saborear manjares que no provenían de tus entrañas. He tratado de continuar mis días sin tu presencia, pero lo único que he conseguido ha sido rellenar las noches de una terrible ausencia indomable que lo coloniza todo.

Y hoy ya es demasiado tarde como para volver a verte. Ya no soy joven como para lanzarme a encontrarte. Ya no tengo el valor para dejarlo todo y reunirme contigo. Mis piernas a penas pueden caminar por los pasillos de la casa y, aunque lo intentase, nunca conseguiría alcanzarte vivo. Y es que la muerte parece estar llamando a mi puerta de una forma tan clara como sólo lo has hecho tú. Me dirigiré hacia el lugar que un día conocí gracias a ti: el fin del mundo. Pero, ¿sabes Finlandia? El fin del mundo que tú me mostraste era mucho más cálido que éste, a pesar de hallarnos sumergidos en un frío polar.

16 dic 2007

La noche perfecta

Son las dos de la madrugada y está el cielo tan oscuro como el color de mi piel. He elegido la noche perfecta: la luna nueva aguarda y sólo llueven estrellas sobre mi cabeza.

Estas circunstancias me recuerdan a todas esas noches en las dunas, cuando tomaba té junto a Ney, Sidi-Salem, Lel y Luchá. Charlábamos hasta oír la primera llamada del día para rezar, ya casi amaneciendo. Las horas pasaban deprisa entre fantasías, risas y vasos de té. Muchas veces, hablábamos de nuestras familias, de nuestra vida de hoy, e imaginábamos cómo podrían ser las dos mañana. Creíamos poder recordar el Sáhara Occidental a través de lo que otros nos contaban. Confiábamos en la novedad. Creíamos en los cambios.

Todos mis amigos querían dedicarse a algo en particular: Luchá y Lel aspiraban a estudiar historia, Ney pretendía formar parte del ejército y a Sidi-Salem le interesaba la filosofía. Yo… Yo solamente suspiraba por el derecho a poder elegir.

Todos confiábamos en formar una familia en un futuro y, aunque en eso no había excepción, la mujer que soñaba cada uno era bien distinta a la que imaginaba tener el otro. Cada uno dibujaba en su cabeza la idea de un amor verdadero y la compartía con el resto. Éramos capaces de verlo, de escucharlo, de sentirlo. Y todos sabíamos que los demás encontrarían a la persona exacta con la que ser feliz y tener hijos, pero todos coincidíamos también en que, para nosotros mismos, aquello sería algo imposible. Y reíamos siempre al percatarnos de tal incongruencia.

Las noches junto a ellos no tenían desperdicio alguno: soñábamos despiertos mientras el resto del campamento dormía y, entonces, todo permanecía en silencio, excepto cuando le daba por soplar al viento.

Lel fue el primero en abandonar el Sáhara. Pero sus circunstancias eran otras. Su padre, el ministro de transportes del Frente Polisario en los campamentos de refugiados saharauis de Tindouf, tenía el dinero suficiente para hacerle un pasaporte rápido a su hijo y los contactos necesarios para conseguir una invitación a España, lo que le permitiría entrar de forma legal en aquel país. Ya hace casi 5 meses que Lel se marchó de aquí, y todo lo que sabemos de él es que está de maravilla y que, si regresara en algún momento a este lugar inhóspito, tan sólo sería para vernos a nosotros y a su familia.

¡Parece mentira! Pero hoy soy yo, Siddhamed, el que se dispone a dejar África para llegar a España. Aunque yo no tengo a nadie que me ayude con esto. Mi padre fue abatido durante la guerra contra Marruecos y, mi madre, años después, murió por causa de una enfermedad degenerativa. Cuando esto ocurrió, mi hermano mayor se trasladó a Argel para trabajar, y allí conoció a Jadija, la mujer con la que se casó en la capital del país vecino. Mi hermano pequeño Mojtar, y yo, nos criamos desde entonces con mi abuela Rabab, que vivía sola. Su marido había muerto hacía tiempo, de igual forma que lo había hecho mi padre: en la maldita guerra.

Mi abuela fue siempre una mujer excepcional. Cálida como el sol de medio día, envolvente como el viento y suave como la arena. Ella era el horizonte infinito de un desierto de amor. Abarcaba todo lo que podía, lo incalculable, lo inimaginable. Era tan grande como la cúpula de estrellas bajo la que los tres dormíamos cada noche. Por la mañana, bien temprano, cuando a penas los primeros rayos de sol comenzaban a asomarse tras las dunas, mi abuela nos despertaba dulcemente y nos animaba a adentrarnos en la jaima, donde podríamos seguir durmiendo un rato sin que la luz nos molestara. ¡Ella siempre tan atenta! Y después, con su característico caminar apaciguado, se dirigía hacia el corral donde las cabras esperaban la comida. Los granos de arena, bajo las curtidas plantas de sus pies, se regocijaban al darse cuenta de que era Rabab, y no otro, quien les pisaba una mañana más. Las cabras, igualmente, saltaban de alegría al escuchar sus tibios pasos.

Finalmente, nos daba el desayuno a nosotros, sus nietos, que consistía en un mendrugo de pan y los tradicionales tres tés:

“El primero, amargo como la vida;

el segundo, dulce como el amor; y

el tercero, suave como la muerte.”

Es cierto que pasábamos un rato dilatado tomando té, pero al final quedaban tan sabrosos como tiempo dedicase mi abuela a su elaboración. Y puedo asegurar que nunca más volví a probar tés tan auténticos como los que preparaba ella.

Mientras nosotros estábamos en la escuela, mi abuela aprovechaba para cocinar y acicalarse. Se pintaba las plantas de los pies y las uñas de los dedos de las manos con henna, y se colocaba la melfa con esmero. La anudaba sobre sus hombros y, acto seguido, la dejaba caer sobre su cabeza. Sin duda alguna, Rabab era la mujer más elegante de todo el campamento 27 de Febrero, en el que vivía desde que abandonó el Sáhara Occidental, hacía ya 30 años. Ella solía hablarnos de nuestras tierras. De la belleza de sus playas y de la humanidad de sus gentes. Lo contaba todo con tanta precisión que, aunque yo había nacido en el desierto y nunca pude visitar mi país, era capaz de imaginar al detalle cómo había sido un día la vida para mi pueblo. Mi abuela desprendía pasión al hablar del pasado. Y de igual forma nos hacía vivir a nosotros el día a día. Era capaz de convertir la monotonía en algo especial.

Pero, de repente, la monotonía se ha querido desprender del encanto y, éste, que todavía reina dentro de mi abuela, ha dejado al desnudo la peor de las rutinas. La rutina sin ella.

Ahora los rayos del sol me despiertan con arañazos, las cabras se quejan incesantemente creando un sonido ensordecedor, y la arena no tiene ánimos para acariciar a nadie. Los tés tampoco tienen ya el mismo sabor. Ya no me ciega la belleza de los pliegues de su melfa al caer al suelo y no me llegan ráfagas de olor a henna con la brisa. Mi abuela murió hace dos años, y con ella murió la magia de este desierto y de todo lo que hay en él. Y, aquel día, sintiéndome yo morir con ella, con el desierto y con todo lo que hay en él, no tuve más remedio que aprender a sobrevivir sin su presencia y es que, Mojtar, resultaba ser un castigo inapelable que me obligaba a seguir viviendo.

He de reconocer que, hoy, él se ha convertido en la mayor recompensa que jamás me dio la vida. Pero era yo en aquel entonces, derrotado, el que tenía que hacerse cargo de su educación, de su salud, de su crecimiento. Era yo, desde ese momento, la persona responsable de que el plato de Mojtar estuviese lleno todos los días. Por eso comencé a traficar ilegalmente con gasolina a través de la frontera con Mauritania. No tenía estudios y tampoco me hubiesen servido de mucho en el desierto, pues allí no hay precisamente demasiadas salidas laborales y los puestos de trabajo escasean. Tampoco tenía dinero para intentar montar mi propio negocio, fuese de lo que fuese, y no estaba dispuesto a pedirle dinero a nadie, a sabiendas de que no podría devolverlo. Así, el contrabando se presentó como mi única opción.

No sé cuántas noches durmió mi hermano solo bajo la luna. Ni sé cuántas noches pasé yo despierto, encerrado en un camión, esperando a que los militares realizasen su cambio de turno y quedara así la frontera desprovista de controles durante escasos minutos. No sé cuántas veces se me encogió el alma al pensar en Mojtar, ni cuántas veces tuve el corazón en un puño por miedo a que me cogiesen y él se quedara solo. Pero aquella era la única manera posible de ganar el dinero necesario para poder comer. Y pronto pensé que, si lo hacía más a menudo, también sería capaz de ahorrar el dinero suficiente para poder escaparnos juntos, y comenzar así lo que tantos otros llamaban “una vida digna” fuera del Sáhara, y que a mí tan lejana me parecía. Por eso los viajes a Mauritania comenzaron a ser más que ocasionales. Pasé de hacer sólo uno, a marcharme en tres o más ocasiones por mes. Y, mientras tanto, mi hermano se pasaba la mayor parte del tiempo solo. Me dolía profundamente imaginarle revestido de soledad, pero confiaba en que un día la sed, se saciaría con agua.

Y por fin parece que ese momento ha llegado. El dinero que necesitábamos se ha traducido, tras mucho esfuerzo, en un salto hacia la libertad. Mojtar no volverá a dormir solito, y ya no habrá más contrabando. Sólo nos queda por hacer un viaje a Mauritania, el último, el que nos permitirá llegar a España a través del amplio mar.

Ésta es la noche en la que me despido de todo cuanto he conocido hasta hoy. Ya no será la sábana del silencio la que me arrope cada noche, ni cerraré los ojos bajo un mosaico de estrellas incontables. Las conversaciones en las dunas entre Sidi-Salem, Luchá, y mi gran amigo Ney, continuarán aún en mi ausencia. Ya no vislumbraré los 360 grados que domina el horizonte, ni se intercalarán distintos abanicos de color zarandeados por el movimiento de las melfas al viento. La carcajada sonora de Mojtar ya no provocará el eco del desierto. En este mar de arena… hoy comienzan a naufragar los recuerdos.

Pero mañana el aburrimiento dejará de ser mi ocupación principal. El suelo por el que camine no será sólo de arena y el agua que bañe mi cuerpo no será únicamente sudor. Quizás hasta use zapatos y pueda lavar mi cuerpo todos los días. Tendré que aprender a dormir en una cama y a comer con cubiertos, y tendré que dejar de eructar al final de las comidas y empezar a utilizar papel higiénico después de ir al retrete, y no a una letrina. Quizá, un día, hasta descubra cómo es la nieve, y el frío.

Mi hermano se viene conmigo. También él duerme esta noche en el camión que va hacia Mauritania y, entre tanto, yo no dejo de imaginar lo que será de nosotros desde mañana. Será la primera vez que Mojtar despierte en otro sitio.

Y aunque existe la posibilidad de no lograrlo, no podemos dejar de intentarlo. Lo peor que nos podría pasar sería el encarcelamiento. ¿Y es que acaso no me siento yo ya preso en mi situación? Ser saharaui fue la más dura condena y, sin embargo, hoy me siento orgulloso de que ésa sea la mía. El único miedo que siento, y que para mi asombro acaba de nacer en este mismo instante, surge de la posibilidad de no regresar a aquí nunca más. Yo mismo me contradigo pero es que, antes de haberlo abandonado, ya estoy echando de menos el Sáhara y todo lo que hay en él. De pronto, este desierto recupera la magia que perdió al morir mi abuela. Y hoy, por fin, soy consciente de la lección más importante que ella siempre nos quiso dar: la esencia de las cosas está en la manera de percibirlas.

Y ahora, allá vamos. Los militares están cambiando de turno y es el momento de cruzar la frontera. Sólo unos metros, y ya estaremos rumbo hacia la libertad.

Es la noche perfecta. Del desierto, Mojtar y yo, juntos, nos dirigimos al mar.


14 dic 2007

HASTA SIEMPRE VALIENTE

La gente sigue caminando y los coches pasando. El sol sigue brillando aún en un día como éste. Pero hay alguien que ya no puede presenciar todo esto. Alguien cuyos ojos no pueden ver y cuyo corazón no siente ya ni los latidos. Alguien cuyo amor trajo al mundo a una persona increíble que irremediablemente tenía que cruzarse en mi vida. Alguien que le dio todo a ella y a sus hermanos. Alguien que cuidó de su mujer como si fuese él mismo. Alguien generoso, imprescindible para toda una familia, para todo un hogar. José Luis, el padre de Bea. Alguien que luchó hasta el último aliento. Alguien que, aún no pudiendo vencer el miedo, fue valiente hasta el final. Alguien cuya admiración no nos cabe en el pecho. Cuya ausencia nos duele en el alma. Alguien cuyo recuerdo no cabrá en el olvido.

13 dic 2007

Junto al río

He conocido muchas personas que necesitan el aire para vivir. Otros, sienten que no pueden seguir adelante sin su familia. A algunos les guía la pasión por la música y, a otros, el amor ciego. He conocido gente que exige su libertad para sobrevivir y otra que, para mi sorpresa, busca la ausencia de ésta. He conocido a los que se pierden sin un buen empleo, y a los que se encuentran a sí mismos mediante un viaje.

Yo… Yo solamente necesito el agua para vivir. Y esto lo averigüé el día en que te vi sentada junto al río, allí donde una pequeña cascada resuena para encontrar su rumbo.

* * * * *

Aquel día, yo no esperaba ninguna visita. Ciertamente, ningún día esperaba a nadie.

Mientras me encontraba diseñando planes de futuro que sabía que jamás se cumplirían, el agua del río seguía su curso, igual que mis días iban pasando: sin detenerse. Pero algo me diferenciaba a mí del río, y es que yo no llevaba una dirección exacta. El agua de mis entrañas permanecía estancada. Por eso siempre me acercaba al río, porque deseaba que algún día mi caudal se hallase en constante movimiento. Y fue precisamente eso lo que ocurrió cuando apareciste tú: el cauce de mis pensamientos comenzó a tomar una dirección determinada.

* * * * *

No sé cómo no te vi antes por Navalafuente. Yo solía ir allí desde que era niño, casi todos los fines de semana. Era un pueblo pequeño, tranquilo, en el que nos conocíamos todos. ¿Cómo podía ser que nadie me hubiese hablado nunca de ti?

Mentiría si dijese que me llamaste la atención por tu belleza. No eras una de esas princesas de ensueño que se describen en los libros de hazañas de caballeros. Ni eras tampoco un hada mágica, de esas de un cuento fantástico, que desprendiese luz. Me fijé en ti por la armonía de tus movimientos, por esa suavidad con la que tus puntiagudos dedos acariciaban el agua del río. Me enamoré de ti porque, dentro de esos ojos tristes que se camuflaban tras infinitas pestañas, aún podía adivinarse una esperanza. Una esperanza tan pura, tan transparente, que se confundía con el agua del arroyo junto al que cavilabas.

* * * * *

Oí crujir las hojas secas que escupió el otoño tras de mí, justo antes de notar tu mano sobre mi hombro. No sé por qué, pero no me asusté al salir de golpe de mi ensimismamiento. Quizá fuese porque, en cuanto tus pupilas señalaron a las mías, volví a quedarme absorta.

Me miraste fijamente unos segundos y, sin articular palabra, te agachaste en cuclillas para enjuagarte las manos. Al menos eso pensé yo que ibas a hacer, pero enseguida comprendí que tú buscabas en el río lo mismo que yo: compañía. Y venías dispuesto a fundirte con él mientras se perdiese por entre tus dedos, dispuesto a comprender que el tiempo no se detiene y a comprobar que el río, al igual que tú, cambia siempre, y aún así siempre es el mismo.

Tal como lo hacía yo, tú buscabas una respuesta.

* * * * *

En cuanto sentí el frescor del agua zarandeando mis manos, comprendí por qué esa tarde había llegado hasta el río. Buscaba compañía, y había encontrado algo más que el murmullo de la cascada.

Me senté a tu lado y te miré de nuevo a los ojos. Detenidamente. Muy detenidamente. Los rayos del sol revelaban un color castaño que se confundía con el de los árboles que empiezan a secarse. Y eso me pareciste tú entonces: un tronco desnudo que esperaba a que pasase el invierno, para florecer en primavera y dar frutos en verano.

A penas cruzamos unas pocas palabras, y eso que pasamos varias horas juntos.

* * * * *

No me sentí incómoda con tu presencia. Ni con el silencio. Estaba convencida de que nos comunicábamos a través del río. El caudal me robaba los pensamientos arrastrándolos hasta ti. Y no me sorprendió cuando tu voz quebró la tarde muda, para explicarme que algo escuchaba:

- No te conozco. No he hablado nunca contigo. Y sin embargo este río parece bañarme de ideas que naciesen en ti.

Yo simplemente sonreí, percatándome de que era el río quien te hablaba y no yo. El fluir de las aguas comenzaba a mojarte con sus lecciones, al igual que éstas ya me habían empapado a mí.

* * * * *

Increíble. Sin haber acordado absolutamente nada en ningún momento, los dos nos encontrábamos junto al río en las tardes de los fines de semana. Ni un solo día dejaste de venir. Fue increíble.

Aprendí demasiadas cosas aquel año junto a ti. Aprendí, primeramente, que es posible hablar sin utilizar palabras. Recibí también el mensaje que grita el silencio y entendí que los gestos pueden ser más sinceros que cualquier promesa. Tú me lo enseñabas a través del río y él, lo corroboraba. El río y tú me parecíais ya la misma cosa.

* * * * *

De repente aparecías cada fin de semana, a la misma hora, junto a la cascada. Y la verdad es que nunca tuve miedo de que no vinieses. Sabía que el río te había dado lo mismo que a mí: respuestas. Pero bien sabe él, confidente de todos mis secretos, que entre semana esperaba inquieta a que volvieses. Y entonces él me enseñó a esperar. Comprendí que, antes de llegar al mar, el río tiene que cruzar muchas montañas. Pero siempre terminaría llegando al mar. Y así era contigo; al final de cada semana te encontrabas de nuevo junto a mí, sin apenas hablar, rumiando el placer del sonido del vaivén de las aguas.

Comenzabas a entender algunas cosas.

* * * * *

Se esfumó el otoño y el blanco revistió los alrededores del río. A ninguno de los dos nos importaba. Sacudíamos los restos de nieve de una roca y, a pesar del frío, esperábamos sentados sobre ella hasta que anocheciese, con los oídos bien atentos. El río nunca callaba.

La primavera trajo el cantar de los pájaros y el color de las flores. Cada día te regalé una distinta hasta que se terminaron las especies de la zona y, después, comencé a repetir. Ni un solo día regresaste a casa sin una flor. El río nunca paraba.

Justo antes de comenzar el verano, en una de esas tardes, te acercaste a mí lentamente. Y perdiéndome de nuevo en tus ojos, castaños como el otoño en que te conocí, me imaginé besándote bajo los rayos del sol.

* * * * *

- Creo que ya sólo me falta una lección por aprender del río – comenté. Y así, sin más, te desperté de una extraña ensoñación.

- ¿Cómo? ¿Qué lección? – me preguntaste confuso. No sabías si me habías escuchado mal o es que no lograbas entender lo que yo estaba diciendo. Hasta entonces, lo que más te había confirmado el río es que siempre queda mucho por aprender, y la idea de un último aprendizaje rompía por completo tus esquemas.

Yo no respondí. Sonreí mientras agachaba la cabeza y volví a mirar al río.

* * * * *

Permanecí callado, dudoso, pensativo, sorprendido. No conseguía entender tus palabras. ¿Qué lección era esa? Y si ya sabías cuál era, ¿por qué tenías que aprenderla? ¿No la sabías ya? Por más que lo intenté aquella tarde, no conseguí escuchar tu respuesta ni la que podía darme el río. Y aunque yo sabía con certeza que en él estaba la explicación, no logré percibir más que un chapoteo enfurecido que no me permitía pensar con claridad.

Ese día, al despedirnos, en tus ojos fue más evidente la esperanza que la tristeza.

* * * * *

Creo que aquel día te marchaste a casa confuso. Normal….a ti todavía te faltaban unos días para entender la última lección. Quizás, la más importante.

Pero mi momento había llegado.

Mis ojos no se despidieron de ti como cualquier noche pasada. Esta vez, te decían adiós y no hasta pronto. Y adiós dijeron también al río, minutos después, cuando me acerqué sola hasta allí para despedirme. Cerré los ojos y escuché su voz retumbar en mis adentros. La corriente del río me empujaba a hacerlo.

Y así me despedí de él… y también de ti.

* * * * *

No podía creerlo. No estabas allí cuando llegué. Esperé pacientemente, convencido de que en cualquier momento aparecerías tras mi espalda. Pero no fue así: anocheció, y no habías llegado todavía.

Comencé a pensar en las palabras que habías mencionado el día anterior: «una última lección por aprender»… Y continué preguntándome por qué no habías venido ese día, por qué no te había besado antes e impedir así que te alejases. Me pregunté, al instante, por qué diablos ni siquiera sabía tu nombre. Por qué no sabía nada de ti. Había pasado varios meses a tu lado y a penas conocía tu perfil mirando al río. Y me pregunté entonces, de pronto, si no éramos ya la misma cosa, el río, tú y yo.

Pero tú te habías ido, ya no estabas, y con tu ausencia el río había dejado de hablarme. Y yo… yo había dejado de escucharle.

Me quedé dormido sobre la hierba, ahogado en una charca de preguntas a las que no encontraba explicación. Por la mañana, el color de los primeros rayos de sol me recordó al castaño de tus ojos. Entonces descubrí la nota.

En el río está la respuesta. Escúchale.”

Leí tus palabras mil veces. Y miré de arriba a abajo la nota mil y una. ¿Eso era todo? ¿Nada más?

Y allí me quedé yo en aquel momento, parado y callado. Y aquí sigo yo hoy, en el mismo lugar, escuchando el sonido del río mientras las aguas siguen su curso hacia el mar.

11 dic 2007

Una tras otra

Me enciendo un cigarrillo. Otro más. La noche parece estarse nublando con tanto humo. Toso, una vez más. Cierro los ojos y agarro el vaso. Al acercarlo a mi rostro me penetra el olor del whisky. No pienso en nada. Ahora es mi paladar el único que trabaja. Delicioso. Sencillamente, delicioso.

Mi cigarro ya está apagado y mi vaso, vacío. Cojo la botella con ternura. La miro. De pronto, y sin truco alguno, mi vaso vuelve a estar lleno. Coloco otro cigarro entre mis labios, como si de verdad pudiese besarlo, y le prendo fuego. Con el prende también mi vida.

Cierro los ojos de nuevo y me inunda la fragancia que más presente permanece en mi recuerdo. La del whisky. Me bebo el vaso de un trago y vuelve a quedarse vacío. Cojo la botella, y lo relleno.

Ahora es la botella la que está vacía.

* * * * *

Pero… ¡¿qué hora es?! El rugido del despertador me levanta de la cama. El sol tortura a mis pupilas con latigazos. ¿¿¿Se puede saber quién me ha golpeado en la cabeza??? Necesito una aspirina. O ibuprofeno. O un sedante. Lo que sea con tal de aniquilar este dolor.

Estoy destrozado, el whisky me ha clavado las uñas por todo el cuerpo. «No vuelvo a beber, no vuelvo a beber, no vuelvo a beber…» Y esta vez no volveré a beber de verdad. Tengo que dejarlo. Voy a dejarlo. A cosas más peliagudas me habré enfrentado yo en mi penosa vida. Esto no puede ser tan difícil. «Soy capaz, soy capaz, soy capaz…» Y hoy, por fin, voy a ser capaz.

La bebida es un laberinto al que acabo de encontrar salida. Y ahora, voy a tumbarme a dormir. Me duele la cabeza y necesito descansar.

* * * * *

Despierto salpicado de penumbra. ¡Seré estúpido! La resaca ha vuelto a robarme el tiempo. ¿Pero qué más dará? El tiempo es lo único que me sobra.

Esto es una mentira. Ni las fotografías, ni las canciones, ni el dolor… ¡Ni yo mismo soy auténtico! Todo esto no es más que porquería; un maldito cuento que va narrando los acontecimientos a su antojo. ¿Por qué habría yo de abandonar lo único que me permite escapar de esa voluntad caprichosa? A lo mejor la bebida es un laberinto del que no quiero salir… Me queda una botella en la despensa.

Me enciendo un cigarrillo y toso. Desenrosco el tapón y lleno mi vaso. El aroma y el humo se funden y se cofunden. Cierro lo ojos y mi paladar es seducido nuevamente. Estoy en la gloria.

Cuando apago la colilla, mi vaso ya está vacío. No importa: la botella, todavía está llena.

* * * * *

10 dic 2007

25 de octubre

25-10-2007

Duermes. Y éste es seguramente el único momento del día en el que disfruto de estar despierta. La oscuridad, al contrario que cuando era niña, me devuelve la calma. Respiro, y no siento miedo. Por fin duermes.

Estás a mi lado, perdido en una dimensión extraña de la que a veces preferiría que no regresaras. Tu cuerpo desprende calor, mas yo sólo percibo el frío de tu alma. Ahora, solamente ahora, soy libre para pensar, para mirar… aunque entre estas cuatro paredes moribundas no pueda ver nada. « Tampoco sientes nada », me dirías tú. Y es que hace tiempo que has intentado que eso sea lo único que conciba. Es cierto que no siento ya la ilusión de despertarme a tu lado cada mañana. No tengo tampoco la confianza que un día creí encontrar en tu persona. No estoy segura contigo, ni llena. Ya ni siquiera estoy enamorada de ti. Pero has olvidado que sí soy capaz de sentir la desilusión, la desconfianza, la inseguridad… el vacío. Y has olvidado también que todavía guardo un poco de amor por mí misma.

¡Qué despacio han pasado los días, y qué rápido los años! La mitad de mi vida se deslizó entre suspiros. Pero hoy retomo el aliento y me hincho por dentro: hoy voy a revelarte lo que tantísimas veces imaginé en silencio. Ni una sola palabra más. Ni un solo grito, ni un empujón. Ni un solo golpe. Ni siquiera una mirada más. A partir de hoy sólo hablaré de respeto. A partir de hoy únicamente gritaré de alegría. Sólo me empujará el viento y exclusivamente me golpearán los latidos de mi corazón. Sólo miraré hacia delante, pues ya me he cansado de mirar al suelo.

Me marcho, Antonio. Ya he estado muerta los suficientes años de mi vida.

Mañana, por fin seré yo quien duerma.

20 nov 2007

Mis palabras...

Escribo. En los días como éste, escribir es lo único que me levanta de la cama. No prefiero ver o hablar con alguien. No me alivia más gritar. Y dormir no consigue que me olvide de todo. Escribir, sí.

Me encierro dentro del coche y aparco en una calle poco transitada. Preferiría estar en otro sitio, pero aquí al menos percibo la calma durante un rato. Me concentro en el papel: las gotas de lluvia se deslizan sobre el cristal de la ventanilla creando sombras que parecen arañar su superficie. El viento zarandea constantemente las ramas de los olmos y, con ellas, zarandea también mi alma. El color grisáceo del cielo se confunde con el de mi estado de ánimo. Mi corazón también llora.

Me enciendo un cigarrillo. El bolígrafo no sabe bien hacia dónde desplazarse si no encuentra humo en el ambiente; él también es un fumador nato. Nunca sé muy bien sobre qué voy a escribir, pero mi muñeca diestra siempre ha girado y girado vomitando garabatos que finalmente no suelen tener sentido alguno. Ahora mismo, mi muñeca sigue girando sin cordura. ¿Quién va a entender lo que escribo si no lo entiendo ni yo? ¡Y que más dará si nadie puede entenderlo! La belleza de este escrito no reside en su comprensión, sino en mi incapacidad para contenerlo, sea cual sea el mensaje. Quizás, el único mensaje que hoy deje aquí escrito sea que este escrito no tiene ningún mensaje.

Ésa es la fuerza de mis palabras. De ellas mana el entendimiento y también la confusión, de ellas mana el conflicto y también la solución. De ellas manan verdades y manan mentiras. Todo esto podría ser verdad, o podría ser mentira. Sólo mis palabras lo saben. Y ellas son también las únicas que saben lo que se me escapa a mí al utilizarlas, y esto no es otra cosa que la forma en que los demás las entienden. Palabra escrita, escuchada o dicha, es algo que ya está hecho y que no puede ser deshecho; aunque las mismas letras encierren un significado distinto para cada uno y, para otros, ninguno. ¿Soy yo la que ha encerrado un significado en cada palabra, o son las palabras las que me han encerrado a mí dentro de un significado? Fuese quien fuese el carcelero, ninguna de las dos resultaríamos culpables. Ambas podríamos hallarnos en el lugar de la otra. Ambas podemos ser justas o pecadoras. Ambas podemos llorar o reír. Ambas podemos sentirnos victoriosas o desoladas. Y, aunque a veces mis sentimientos se intentan desprender de mis palabras, siempre terminan unidos en un mismo punto: la comprensión. La mía. La de mis palabras. Y quizá sea este mismo punto el de la incomprensión de los lectores.

Por eso escribo. Porque escribiendo consigo entenderme aunque nadie más lo haga. Porque escribiendo llego a lugares donde nunca antes he estado. Porque aunque no diga nada, para mí, lo digo todo. Escribo porque pienso en cosas que sin escribir no pensaría. Porque escribiendo siempre encuentro, aunque no esté buscando. Porque aún estando sola, no me siento tan sola. Escribo porque así, cuando mi cuerpo abandone este mundo, mis palabras no tendrán que marcharse con él. Alguien, como tú, quizás las lea. Y quizás alguien, como tú, hasta las entienda. Y en este momento es posible que incluso las compartas. Y, entonces, mis palabras no serán sólo mías sino que, por fin, también serán tuyas.

10 nov 2007

Miedo

A todos esos que sólo tienen miedo de tener miedo.

Porque el miedo paraliza.

Y porque mata a quien todavía sigue vivo.

Nunca pensé que algo así pudiese ocurrirle a alguien. Si no fuese porque lo he vivido yo misma, nunca hubiese creído que el miedo pudiese resultar tan peligroso.

Simón siempre había sido una persona diferente. Quizás, un tanto extraña. Hablaba poco, se movía despacio… Sus ojos siempre reflejaban desconfianza. Y, a medida que fue creciendo, todas estas características también se acentuaron.

El oscuro lado del azar quiso que sus padres tuvieran un accidente de tráfico cuando él tenía sólo 5 años, y desde entonces fui yo, tía Julia, la que se ocupó de sus cuidados. Tras la muerte de mi hermana y mi cuñado, yo era la única familia que tenía Simón. Nunca antes me había casado y tampoco tenía hijos, por lo que él se convirtió en mi única prioridad. Me volqué por completo en mi sobrino, al que protegí de forma desmesurada por miedo a que pudiese ocurrirle algo malo. Mi hermana jamás me lo habría perdonado. Y fue este miedo sobreprotector lo que aprendió Simón desde pequeño, convirtiéndose así, y sin remedio, en su idea de vida.

Yo no le dejaba nunca solo. Le acompañaba en todo momento, excepto en las horas de clase, cuando aprovechaba para trabajar y sacar algo más de dinero, pues la pensión de orfandad de Simón no era suficiente para poder pagar el alquiler de la casa en la que vivíamos y la comida que ingeríamos los dos durante el mes. Así, Simón pasaba todas las horas del día vigilado: en casa, por mí, y en la escuela, por el maestro. Ni siquiera dormido estaba solo. Yo había colocado la cama de Simón en mi misma habitación pues, si necesitaba alguna cosa en cualquier momento, yo tenía que permanecer cerca de él.

Pero no fue Simón un niño mimado al que todo se le consintiese. Simplemente estaba bien guardado y protegido, vigilado y bien cuidado. Quizás, demasiado.

Cuando era pequeño, Simón siempre trataba de asomarse a la ventana y mirar la calle. Yo nunca le dejé hacerlo solo cuando aquélla estaba abierta. Le agarraba de la cintura y le sujetaba con fuerza. Fue así desde la primera vez:

- Mira esos niños, tía Julia, están dando patadas a la pelota – me decía él.

- Ya veo, pero… ¿ves? Ése de allí se ha caído y está llorando. Si corrieses de esa manera, podrías hacerte daño.

- Ya… Mira esa moto, tía Julia, ¡qué deprisa va! ¡Bruuummm! – señalaba sorprendido.

- Si, Simón, va demasiado deprisa. Podría perder el control fácilmente. ¿Sabes, peque? Las motos son muy peligrosas.

- Ah… - Y se quedó pensativo un instante, hasta que se fijó en el parque, y volvió a insistir – y esas niñas de allí, tía, ¡mira cómo suben y bajan en el columpio!

- Podrían caerse y darse un buen golpe…

- ¡Pero se están riendo! – exclamaba él sin comprender nada.

- Pero después pueden estar llorando un buen rato, Simón, como el niño que jugaba a la pelota, ¿te acuerdas?

- Sí… - y continuó observando la calle un tanto confuso.

- Y ese hombre de allí, ¿qué es lo que hace?

- Eso se llama fumar. Es muy malo para la salud. Nunca lo hagas, y así vivirás más tiempo.

- ¡Pero es divertido! ¡Está haciendo círculos de humo con la boca!

- No es divertido, es peligroso. Y malo. Tú puedes hacer círculos de colores dibujando. ¿Quieres?

- ¡Sí! Por fa, por fa, por fa…

- Está bien, pero con una condición.

- ¿Cuál?

- Que no te acerques nunca solo a la ventana. Podrías caerte. Siempre que quieras hacerlo, me avisas y yo te sujeto, ¿vale?

- Vale, tía Julia, ¡pero vamos a pintar!

Y así fue creciendo Simón: siempre controlado por dos ojos que le observaban sin descanso. Los míos.

Hubo cosas que mi sobrino jamás llegó a conocer, como por ejemplo, la intimidad. Yo no le dejaba cerrar del todo la puerta del cuarto de baño cuando tenía que hacer sus necesidades y, mientras se duchaba, yo aguardaba sentada en el retrete, tratando de darle conversación hasta que terminara de lavarse. Le hablaba de cualquier cosa, pero Simón tan sólo contestaba monosílabos, muy de vez en cuando. Ya nunca preguntaba nada, siempre estaba callado. Si yo hubiese tenido que definir a Simón con un solo adjetivo, sería pensativo. Pero nadie pudo saber, ni siquiera yo, lo que pasaba por su cabeza durante tantas horas.

Tampoco conoció Simón lo que era la amistad. Nunca tuvo más que compañeros de clase a los que a penas se dirigía y no hizo nunca ninguna actividad con gente de su edad. No hablaba con nadie de nada, y cada vez hablaba ya menos conmigo. Y tampoco conoció el amor Simón. Nunca nombró a ninguna chica ni me pidió permiso para salir a pasear sin mi presencia. Igualmente, yo tampoco sé si se lo hubiese dado. Simón era mi fijación, mi deber, mi razón para vivir. Y poco a poco se había convertido también en mi obsesión. Sin darme cuenta, mi sobrino resultó ser para mí como la pieza única de un museo, cuyo valor es incalculable: se le podía observar con detenimiento, se le podía incluso idolatrar, pero jamás se le podría tocar o poseer. Simón siempre estuvo bajo mi punto de mira, y nada más que esa protección abrazó su cuerpo.

Con el paso del tiempo, mi sobrino se limitó a observar y a escuchar. A penas participaba en lo que se le exigía necesario, y no sentía impulsos de actuar ante ninguna situación. No le afectaba nada, ni para bien, ni para mal. No había tenido sorpresas, ni tampoco se había enfrentado a la novedad. No sabía en qué consistían las decepciones ni los cambios. No conocía la risa, ni tampoco el llanto. Simón sólo era consciente de que podía ocurrirle algo malo. Y, no muy pronto, me di cuenta de que ya no era yo quien le paraba los pies cuando pretendía hacer algo. Con sólo 13 años, ya era Simón quien, por sí mismo, se comportaba como un árbol. Su cuerpo, el tronco, se limitaba a crecer sin actuar; se ceñía a acumular anillos de vida de forma inmóvil, en la pasividad de un suelo en el que había echado raíces. De su mente, como de una copa, brotaban permanentemente ramas y hojas, flores y frutos, que crecían y cambiaban hasta desaparecer y dar lugar a otras ramas y hojas, a otras flores y frutos distintos. El cuerpo de Simón permanecía quieto, pero su mente se hallaba en constante movimiento.

Y Simón fue tornándose cada vez más distante, más callado, más frío, más lejano. No compartía sus sentimientos conmigo e incluso llegué a pensar que ya no sentía. Nada le motivaba. Nada le importaba. Y comencé a preguntarme si no me habría equivocado yo durante todo este tiempo, si el mayor riesgo que tuvo Simón no estuvo provocado por mi incesante miedo a que pudiese ocurrirle algo malo.

El verano en que mi sobrino terminó la educación obligatoria, con casi 16 años, decidió que no quería volver a estudiar. Simón no quería ir al instituto. Decía que no quería coger el autobús para llegar hasta allí, que le daba miedo, por si tenía un accidente. Y es que el colegio lo había tenido siempre al lado de casa, y a penas caminaba tres minutos sin cruzar siquiera una calle. Siempre que Simón había llegado más lejos, lo había hecho acompañado de su inseparable tía Julia, y a pie. Simón nunca se había subido a un coche.

- Yo puedo acompañarte hasta la puerta del instituto, – le propuse – cogeré el autobús contigo y después iré al trabajo.

- Pero… ¿me vendrás a buscar también?

- Lo haré si quieres. En la oficina puedo pedir la hora libre para comer en el momento que yo quiera. Te iré a buscar al instituto en ese rato, y comeremos juntos.

Y así Simón decidió que continuaría estudiando, sin sonreír siquiera por ello. No le hacía ilusión. Nada le hacía ya ilusión. Y yo… Yo comencé a perder también la mía. Empezaba a ser consciente de que me había pasado. Mi propio miedo había engendrado el suyo y la dependencia que yo había tenido de él, se había transformado en una total dependencia de él hacia mí. Y empecé a comprender que lo único que Simón comprendía es que no era nadie. Nadie sin mí porque, sin mí, todo le daba miedo.

Y llegó el día en que Simón tuvo que ir al instituto por primera vez. Y nada pude hacer yo por convencerle. Antes de salir de casa, mi sobrino me hizo saber que no seguiría sus estudios, que lo había decidido y que estaba seguro de ello. Le daba miedo enfrentarse a una nueva etapa, conocer gente distinta, acostumbrarse a espacios extraños, adaptarse a profesores desconocidos… Le daba pánico perderse por los pasillos, estudiar asignaturas nuevas, caerse por las escaleras o hablar en público delante de caras anónimas. Temía todo lo que no era extremadamente familiar para él. Yo traté de hacerle comprender que lo que se disponía a hacer era bastante similar a lo que había hecho hasta ese día, pero no hubo forma de que aceptase. Para Simón todo era bastante más complicado y le dominaba, sencillamente, el terror al cambio. No se mostró en absoluto receptivo ante mis argumentos y pocas explicaciones más me dio ante mi insistencia. De forma insensible, en cuanto me quedé en silencio, se dio la vuelta y se metió en su habitación. El sonido al cerrar la puerta pareció encerrarme a mi también dentro de ella.

Los primeros meses intenté convencerle, animarle, motivarle… incluso traté de obligarle a ir al instituto. Nada. Después recurrí al chantaje y más tarde al soborno. Nada. No había nada que a Simón le hiciese reaccionar. No le afectaban mis enfados habituales ni mi desesperación esporádica; no le interesaba mi tristeza constante. No fui capaz de encontrar nada que negarle si no iba al instituto porque no había nada que le importase lo suficiente y sin lo que pudiese sentirse mal. No fui capaz tampoco de encontrar nada que ofrecerle si se dignaba a seguir estudiando, pues no había nada que le gustase lo suficiente y con lo que pudiese sentirse bien. Simplemente, Simón se mostraba indiferente ante todo lo que le rodeaba.

Y en esta terrible ausencia de todo, fueron transcurriendo lentamente los días para mi sobrino y, para mí, seguramente más despacio todavía. Muy, muy despacio. Me pasaba las horas pendiente de él, de su estado de ánimo, de sus gestos, de su mirada. Y me ponía nerviosa cuando pronunciaba alguna palabra, evento que terminó convirtiéndose en un suceso extraordinario. Hubo días en que Simón exclusivamente abrió la boca para comer. Mi sobrino era ya un vagabundo solitario que tan sólo deambulaba entre sus pensamientos. A lo único que no tenía miedo era a él mismo. Y yo, que sólo había tenido miedo de que le ocurriese algo malo a él, ya no podía sentirlo. Le había pasado lo peor que le podía pasar: que no le pasase nada.

Siendo ya demasiado tarde, supe con certeza que me había equivocado por completo. Le había educado de forma errónea desde el principio. Y no resultó posible que una nueva educación diera resultado con Simón: era imposible deshacer lo que durante tantos años había hecho. Lo que mejor había aprendido él era el miedo, y con éste la indiferencia, el silencio, la pasividad. Nada podía ya cambiar a Simón, pues él era como era, y siempre sería así.

Traté de llevarle a un psicólogo y mi sobrino se negó en rotundo. Ya no quería pisar la calle absolutamente para nada; su vida transcurría entre las pálidas paredes de la casa. Entonces conseguí que un psicólogo viniese a verle, pero Simón tan solo permanecía quieto y callado delante de él. No se movía, no hacía ni decía nada. El psicólogo trataba de motivarle y obtener la más mínima respuesta, pero mi sobrino era ya como una piedra: imposible de penetrar. No cambiaba de forma ni de textura, no sentía ni padecía, no se inmutaba ante nada. Ya no tenía vida.

Y tras varias sesiones en las que el psicólogo no consiguió absolutamente ningún avance, decidí probar con un psiquiatra. Pero cuando éste llegó a casa, tampoco logró obtener ninguna mejora. Simón seguía sin inmutarse. Así que el psiquiatra decidió recetarle algunos medicamentos y, sin sorprenderme, Simón se negó a tomarlos. Le daban miedo las pastillas. Intenté que se las tomase durante interminables horas, pero no hubo forma de que mi sobrino se tragase una sola píldora durante semanas. Entonces, se me ocurrió la única solución posible: tenía que tomárselas sin darse cuenta y, para ello, yo se las tendría que esconder en la comida.

Los dos primeros días, Simón se tragó un total de 6 pastillas sin sospechar nada. Pero, cuando aún no se había producido ningún cambio, descubrió una de las medicinas dentro de una tortilla. Sin enfadarse tan siquiera un poco, y sin que cambiase en absoluto el gesto de su cara o de su cuerpo, Simón se llevó la mano hacia la boca y escupió la pastilla. La miró sin desconcertarse y, acto seguido, la colocó en el borde del plato. Después, me miró fijamente a los ojos unos escasos segundos, y se levantó de la mesa sin terminar la cena. Durmió hasta el día siguiente y al despertar, no desayunó. Tampoco comió ese día. Ni cenó. Simón tenía ahora miedo a la comida. Miedo a que hubiese una pastilla dentro, miedo a atragantarse o a que se introdujese en él una sustancia desconocida. Miedo a ser engañado.

Yo había vuelto a equivocarme. Una maldita vez más. Mi sobrino ya ni siquiera quería comer. Ahora sólo dormía o permanecía inmóvil con los ojos abiertos, como si estuviese dormido. La situación no podía ser peor. Simón permanecía en la quietud, en el mutismo, en la abstracción. Pasó a ser como un mueble más de la casa, pese a mis intentos de que recuperase la energía, el entusiasmo, la vida. Y yo comencé a desesperarme.

Simón llevaba ya 3 días sin comer cuando regresó a mi vida el lado oscuro del azar. Esa mañana, mi sobrino se levantó de la cama un tanto pálido, muy, muy débil. Se puso en pié despacio y a penas logró dar unos cuantos pasos. Justo antes de salir del dormitorio, se mareó y se cayó al suelo desmayado, como una gota de lluvia que se deshace al tocar tierra. Corrí hacia él exasperada y traté de reanimarle durante unos segundos, pero no hubo respuesta. Y enseguida salí a buscar ayuda. La vecina de enfrente estaba en casa y disponía de un coche, así que me ayudó a arrastrar a Simón hasta el asiento trasero y nos pusimos rumbo al hospital.

Me dolió en el alma que no pudiese disfrutar de su primer paseo en coche, que no pudiese observar calles que no había pisado, y que no pudiese descubrir rostros nunca antes encontrados. Aquella era la primera vez que Simón salía de casa desde hacía años, y el destino al que nos dirigíamos era casi como el infierno. Me apuñaló un sentimiento horrible de culpabilidad. Y, poco después, me mató la idea de que jamás volviese a abrir los ojos. De nuevo, yo volvía a sentir el miedo.

Los médicos no pudieron hacer absolutamente nada. El golpe que Simón recibió al caerse en la parte trasera de su cabeza había sido tremendo. Tanto, que le quitó la vida de un soplido. En un segundo. En un instante. Simón… había muerto. Y yo… Yo no podía creerlo.

No pude llorar. Permanecí callada, quieta, inmóvil, no se por cuánto tiempo. De pronto veía mi vida como tantas veces la había tenido que ver Simón: sin ningún tipo de sentido, de razón, de valor. Y fui consciente de que mi sobrino ya estaba muerto desde hacía muchos años. Murió el mismo día en que lo hicieron sus padres y pasé a ser yo la responsable de sus cuidados. Murió cuando el miedo se apoderó de él y le impidió sentir. Simón ya apenas tenía vida y, la poca que le quedaba, la perdió en el único lugar en el que se sentía a salvo y con las únicas personas con las que estaba seguro. Mi casa, él y yo. La guarida en la que tantas veces se cobijó Simón se había convertido finalmente en su tumba. La casualidad resultó ser más astuta que la protección. ¿Y el miedo? El mayor de los peligros. Porque el miedo es un ladrón que va robando sigilosamente el día a día hasta arrebatarnos la vida entera. Porque el miedo, finalmente, se transforma en asesino, y mata.