10 sept 2007

Hija de Brahaman



Conocí a Jeevika cuando tenía 13 años. Yo volvía de la escuela, ya casi atardeciendo, como cualquier otro día. Pero esa tarde regresaba con prisa: quería llegar a casa cuanto antes para contarle a mis padres que el maestro me había felicitado delante de toda la clase, por haber hecho una buenísima redacción en inglés.

A mí el inglés no me gustaba demasiado. Con frecuencia, tenía que imaginar que mi lengua se movía como un muelle para poder pronunciar. Eso era precisamente lo que me resultaba más difícil y patético: la maldita pronunciación. Muchas veces no tenía otro remedio que cerrar los ojos y tratar de creer que me encontraba sola, pues saber que el resto de mis compañeros de clase me escuchaban me producía mucha vergüenza. Pero, a pesar de que no me gustase, yo tenía que aprender inglés para no decepcionar a mis padres. A veces, en mi casa, ellos y mis dos hermanos mayores se empeñaban en conversar en ese idioma, para ponerlo en práctica. «¡¿Práctica?!», pensaba yo. Y me indignaba, pues tan sólo me parecía que quisieran demostrarme la perfección de su aprendizaje en esta lengua, que a mí tan difícil me parecía. No obstante, aquel día, yo iba a demostrarles que también sabía bien inglés. Y la felicidad se apoderaba de mí cuando me imaginaba sus caras al escuchar la noticia.

Iba yo correteando alegremente, sin detenerme, por los ghats¹ del río Ganges, camino de mi casa, al otro lado del puente. A mi alrededor todo seguía igual que siempre, mas todo me parecía distinto. El sol comenzaba a tornarse anaranjado, las velitas empezaban a flotar sobre la superficie del río y las piras funerarias se preparaban para arder. Los comerciantes continuaban bajo sus viejas y deterioradas sombrillas, tratando de estafar a algún turista mediante el arte del regateo. Muchos cocinaban sobre las llamas unos cuantos rebozados de verduras que después bañaban en alguna salsa picante y, otros, preparaban esos dulces tan apetitosos. Algunos de los transeúntes bebían un vaso de lassi², salado o dulce; pero la gran mayoría disfrutaba de un chai³ acompañado de galletitas. El tumulto comenzaba ya a acercarse a la orilla del río para consumar sus abluciones y rezar mientras realizaban sus ofrendas diarias. Las barcas se dejaban arrastrar por la corriente del sagrado Ganges en su momento más puro del día. Y sin haber dejado de avanzar hacia mi casa, no perdí ni un solo detalle de la magia que envolvía a la ciudad donde yo vivía: Varanasi.

De pronto, una voz me sacó de mis alborozados pensamientos. Aquella niña mal vestida que vendía flores se cruzaba en mi camino cantando tristemente. Miraba hacia el suelo, perdida en su propia melancolía, y a pesar de que ése era precisamente su trabajo, no se acercaba a nadie para venderle flores.

Pensé en acercarme a ella y preguntar qué le ocurría, pero acto seguido recordé mi redacción en inglés y lo contentos que se pondrían mis padres nada más verme, por lo que sin detenerme en absoluto, proseguí hasta la puerta de mi casa y entré. Mi madre estaba en la cocina preparando la cena y mis hermanos, en el porche trasero, intentaban arreglar la bicicleta de mi padre quien, sentado plácidamente mientras dejaba humear un bidi4 entre sus dedos, sólo les indicaba lo que debían hacer.

En seguida nos reunimos todos bajo ese porche en el que ellos estaban, pues era el lugar en el que solíamos cenar. Como casi todas las noches, comeríamos thali5. El arroz estaba en su punto y las verduras y patatas cocidas continuaban aún calientes, así que lo mezclamos todo con el picante chili y nos dispusimos a cenar.


Mi madre todavía no se había llevado la mano a la boca cuando les conté lo que había sucedido aquel día en la escuela. Ellos también me dieron la enhorabuena, pero no únicamente me felicitaron:

- Nosotros ya sabemos que eres una muchacha muy inteligente, como toda hija de brahmán¹. Tendrás que seguir esforzándote todo lo posible pues, cuando te cases, ya no podrás seguir estudiando.

Mi padre era un hombre firme y, ante mi cara de sorpresa, prosiguió:

- Te buscaremos un buen marido y sólo te dedicarás a él. Ya verás como serás una mujer afortunada. Pero, para ser digna de ello, ahora tienes que seguir esforzándote.

Yo, de pronto, no podía entender nada. En lugar de felicitarme por mis logros en la escuela me exigían más esfuerzo, y todo para que ellos pudiesen encontrarme un marido apropiado y seguir así manteniéndose en la cumbre de la sociedad. A mí poco me importaba ahora un marido y la posición económica y social de mi familia. ¡Yo sólo quería aprender inglés y sentirme recompensada por ello!

Al terminar la cena, ya llevaba un buen rato sumergida en mi tristeza. Yo no quería estudiar para agradar a un marido. Ni para alcanzar un nivel social, aunque fuese el más elevado. Yo sólo quería estudiar para mí. Y pensé entonces que mis ojos podrían estarse pareciendo a los de aquella vendedora de flores que me cruzaba a diario en los ghats.

A la mañana siguiente me dirigí a la escuela bien temprano. Caminé despacio, como ausente, y entonces Varanasi no me dio la misma impresión que la tarde anterior. Paso a paso, sólo encontraba basura en las esquinas. Los enfermos se arrastraban por el suelo tratando de conseguir limosna y las vacas circulaban cabizbajas. Los que dormían en la calle, a penas acababan de empezar a abrir los ojos. Algunos no dejaban de llorar frente a un cadáver que se prestaba a ser incinerado «Ayer todo esto era así y sin embargo no pude verlo», recapacitaba yo. Y en ese instante me percaté: hoy era capaz de ver lo que mis ojos habían descuidado ayer. Y me pregunté, inocentemente, cómo podía ser que sólo viese lo que quería.

Aquella misma tarde, aún pensativa, volví a casa sin prisa. Todo se estaba preparando en el Desaswamedh Ghat para la celebración del Ganga Aarti², y allí encontré de nuevo a la vendedora de flores. Sentada en uno de los sucios escalones, frente al río, la vendedora se hallaba rodeada de su propia soledad, mientras removía serenamente los pétalos que había en su cesta. Y entonces no dudé en acercarme a ella.

- ¿Puedo sentarme? – pregunté.

Y ella, levantando ligeramente la cabeza, asintió sin pronunciar palabra.

- ¿Cómo te llamas?

- Jeevika

- Yo soy Chhaya. Te veo siempre por aquí cuando regreso de la escuela. ¿Por qué estás tan triste?

- Creo que tengo motivos para estarlo… - contestó ella - ¿Por qué lo estás tú?

Su pregunta me sorprendió lo suficiente como para quedarme muda. ¿Cómo podría haberlo notado?

- Siempre te veo correr alegremente mientras te entretienes observando todo – continuó Jeevika- y además nunca te paras para hablar con nadie. Pero hoy, tus gestos no transmiten esa sensación de felicidad. ¿Qué te ha pasado?

- Bueno… Mi padre dice que no podré seguir yendo a la escuela cuando me case. Dice que tengo que esforzarme ahora porque después sólo podré dedicarme a mi marido.

- Al menos tú puedes ir a la escuela - me consoló Jeevika - y además después podrás casarte y tener una familia.

- Pero yo no quiero una familia… - repliqué insistentemente - Yo sólo quiero ir a la escuela y seguir aprendiendo siempre.

- Yo nunca he ido a la escuela, y tampoco me casaré nunca.

No presté demasiada atención al hecho de que nunca fuese a casarse, ya que eso me parecía una tremenda suerte y no encontraba ninguna razón para que supusiese un motivo de angustia.

- ¿Por qué no has ido nunca a la escuela?

- Porque no puedo. Cada día he de vender estas flores y llevar a mi hogar el dinero suficiente para que mis hermanos y yo podamos comer.

Yo no comprendía todo esto demasiado bien; en mi casa nunca había faltado el dinero, y mucho menos la comida. Me resultaba extraño que una chiquilla tan joven tuviese que encargarse de una responsabilidad que, bajo mi punto de vista, sólo debía comprometer a un adulto.

- No sé leer ni escribir, – me aclaró Jeevika – sólo se convencer a la gente para que me dé unas cuantas rupias a cambio de un puñado de pétalos.

- ¿No sabes leer? ¿Ni escribir? – A penas podía creerlo. ¡Yo lo había aprendido hacía ya muchos años y no era en absoluto difícil!- Quizás yo pueda enseñarte.

- ¿Lo harías? – preguntó ella entusiasmada.

- ¡Claro! Cada día, cuando vuelva de la escuela, nos encontraremos aquí sobre esta misma hora, y te iré enseñando. ¡Ya verás como aprendes rápidamente!

Y aquella tarde, mientras el sol desaparecía tras la orilla contraria del río, Jeevika sonrió olvidando, por primera vez en la vida, su amarga tristeza.

*****

Cuando regresaba hacia mi casa, ya apenas recordaba que un día tendría que casarme. Mi cabeza sólo abrazaba la idea de que podría enseñar a Jeevika algo que a mí me hacía enormemente feliz: leer.

Abrí la puerta, y pasé dentro. Mi madre estaba, como de costumbre, preparando la cena en la cocina. Su sari¹ de seda color vino caía delicadamente desde sus hombros, formando pliegues azulados que llegaban hasta los pies. El color dorado de los bordados relucía frente a las llamas. Como siempre, mi madre estaba cocinando thali.

Durante la cena, mi padre me preguntó como me había ido el día en la escuela. No obstante, yo no contesté nada sobre mis estudios. Sólo pensaba en las lecciones que tendría que enseñarle a Jeevika.

- Cuando venía para acá, me crucé con Jeevika, y estuve hablando con ella hasta que llegué a casa.

- ¿Quién es Jeevika? – preguntó mi madre extrañada.

- Jeevika es una niña de mi edad. Pero ella se dedica a vender flores para las ofrendas al Ganges. Necesita el dinero para que ella y sus hermanos puedan comer, y por eso nunca ha ido a la escuela. Está un poco triste porque…

Mi padre me interrumpió:

- ¿Has estado hablando con una vendedora cualquiera sin pretender comprarle nada? – el gesto de sus cejas me obligaba a percibir que mi encuentro con Jeevika no había resultado en absoluto de su agrado.

- Si, pero…

Mi padre no me dejó continuar. Se encendió un bidi acaloradamente y después volvió a dirigirse a mí:

- Nosotros, los brahmanes, no nos juntamos con las castas más bajas. Es una deshonra para la familia. Tienes que tener presente que vas a una escuela por la que pagamos mucho dinero, entre otras cosas para que te rodees de gente con clase, y no de cualquiera. Tu educación es producto de pertenecer a esta clase.

- Pero… - traté de explicarles la situación que vivía Jeevika, pero mi padre no quería escuchar nada más y, con gesto enfadado, me desafió:

- ¿Acaso quieres dejar de estudiar y ponerte tú también a vender flores?

- No…

- Pues entonces no te juntes con los vaisias¹ ni con ninguna otra casta inferior, ¿queda claro? Procura charlar con tus compañeros de clase. Ellos sí son dignos de compartir el tiempo de un brahmán.

De pronto, no podía creer lo que acusaban mis oídos. Yo ya había escuchado muchas veces en mi casa que éramos una familia respetada y valorada, que formábamos parte de una minoría privilegiada que está por encima del resto de la sociedad, pero ahora comenzaba a comprender lo que implicaba, verdaderamente, ser brahmán.

- No debes volver a verla – concluyó mi madre, apoyando sin rechistar, y como siempre, a mi padre.

Y todos seguimos cenando hasta que se acabó la comida. El silencio reinó durante el resto de la noche.

No podía dormir. Daba vueltas y más vueltas sobre mi propia confusión. ¿Qué era lo que debía hacer? Deseaba enseñar a Jeevika a leer. Me acordaba de su sonrisa cuando supo que yo la enseñaría y me acordé también de que esa idea le había hecho olvidar, por unos instantes, su profunda tristeza. Sabía que sólo yo podría darle esa oportunidad y que, de lo contrario, sería yo quien le negase el acceso al mundo de los libros para el resto de su vida, pues ningún otro brahmán iba a juntarse con un vaisia sólo para instruirle. Y entonces sentí una fuerza desmesurada que me impulsaba a hacerlo. Pero la imagen de la seria y penetrante mirada de mi padre ahogando mis ambiciones era tan fuerte como ese impulso. También influían en mi decisión las únicas palabras que mi madre había pronunciado, y que no dejaban de bombardear mi conciencia: «no debes volver a verla», «no debes volver a verla», «no debes volver a verla»… Y sentí miedo. Miedo por no poder elegir en la primera decisión que había tenido que tomar hasta entonces. Miedo por no ser tan libre como pensaba. Miedo porque, por primera vez, sentía miedo.

Ya en la mañana, cuando mi madre pensó que me despertaba, yo ni siquiera había cerrado los ojos. Sin embargo, la noche se había esfumado rápido entre contradicciones, y el sol amenazante me recordaba que ya no tenía más remedio que tomar una decisión.

Bajamos al río y, como cada mañana, me enjuagué el pelo y los dientes después de ayudar a mi madre a lavar las telas sucias. No salió de mi boca ni una sola palabra, mas mi madre no se percató. Desayuné un tazón de curd² con papaya y mango recién llegados del sur, y me dirigí a la escuela, donde pasé el resto del día cavilando.

Cuando acabaron las horas de clase, recorrí mi habitual camino por los ghats para llegar a casa. Confié en que Jeevika estaría ocupada vendiendo flores y no tendría tiempo para aprender, y así yo podría huir fácilmente de la decisión. Pero, cuando me aproximé al lugar donde me había despedido de ella en el crepúsculo anterior, la descubrí jugando con los pétalos de su canasta, esperando, tranquila.

Y sin mirar alrededor me acerqué a ella.

Aunque sin conseguir apartar su tristeza, Jeevika volvió a sonreír cuando me vio aparecer. Estuvimos charlando un ratillo, y antes de que el paso del tiempo se llevase con él la luz del sol, comencé a enseñarle el alfabeto.

Poco a poco fueron pasando los meses. Cada día, justo antes de ponerse el sol, al inicio del Ganga Aarti, Jeevika y yo nos despedíamos hasta la tarde siguiente. Siempre teníamos tiempo para conversar y, después, para aprender. Jeevika trabajaba duro por las mañanas, para así poder conseguir el dinero suficiente que le dejase libres las tardes. Al principio progresaba muy despacio y, posteriormente, más deprisa. Yo le llevaba textos que había usado con anterioridad en la escuela y que ya no necesitaba para nada. Ella los leía una y otra vez, primero en mi presencia para que yo pudiese corregirla y ayudarla, y luego en su casa a solas, practicando y practicando. Un tiempo más tarde comenzó también a copiarlos: ya estaba aprendiendo a escribir.

En mi casa no se imaginaban nada de lo que hacía por las tardes. Yo nunca volví a mencionar el nombre de Jeevika y ellos no dieron mayor importancia a aquella vendedora de flores con la que, “desafortunadamente”, me había topado un día. Pero lo que mis padres no sabían es que esa vendedora de flores se había convertido, en tan sólo un año, en una gran amiga. En mi única amiga.

Me encantaba pasar las tardes con Jeevika. Se había convertido en mi motivación para ir a la escuela pues, al salir, me reuniría con ella. Intimamos muy deprisa, hablábamos de cualquier tema y nos reíamos a menudo. Ninguna comprendía por qué no podíamos ser amigas, no existían diferencias entre nosotras. ¡Nos queríamos mucho! Significábamos un gran apoyo la una para la otra y éramos, sobre todo, grandes confidentes. Nada nos separaba. Las interminables conversaciones iban siendo cada vez más profundas y, los silencios, más cómodos. Nos entendíamos con mirarnos. De pronto tenía una buena amiga y comenzaba a comprender lo que significaba eso a lo que otros llamaban amistad. Y me sentía dichosa. Y feliz.

Un día, como cualquier otro, me despedí de Jeevika al atardecer, quedando en vernos al día siguiente. Pero aquella tarde sólo habíamos estado hablando y no nos dio tiempo a estudiar nada, pues nos perdimos entre fantasías. Habíamos imaginado nuestras vidas siendo adultas. Viviríamos juntas ya que yo no quería casarme y ella no podría, pues en su familia nunca habría dinero suficiente para pagar una dote. Así, llegamos a la conclusión de que siempre nos tendríamos la una a la otra, y pasearíamos juntas por los ghats durante las puestas de sol. Eso sí, para ese entonces no tendríamos que separarnos con la llegada de la noche. Podríamos presenciar el Ganga Aarti y ser nosotras las que comprásemos flores a alguna niña mal vestida. Quizás, quién sabe, también la enseñaríamos a leer.

Pero el futuro que acabábamos de construir desde el presente, se derrumbó al cambiar los cimientos del momento. Mis padres me esperaban en la puerta de casa con una sonrisa resplandeciente: habían encontrado un buen marido para mí. Era el hijo de una rica familia de Kerala, un apuesto y considerado joven de 34 años cuya fortuna compartiría conmigo. ¡¡¡¿¿¿ 34 años, joven???!!! Me horroricé al pensar que nos diferenciaban más años de los que yo había vivido. ¿Cómo iba a casarme con alguien 20 años mayor que yo y al que ni siquiera había visto?

- Mañana será tu último día en la escuela. Nosotros arreglaremos todos los preparativos y pasada la noche partiremos hacia el sur.

Las lágrimas querían escapar de mis ojos, como presos de una cárcel: no podían. Tuve que contenerme y agradecerles a mis padres, educadamente, que hubiesen encontrado un marido tan grandioso para mí, y aceptar con una sonrisa fingida el final de mi vida en Varanasi, el final de mis sueños con Jeevika, el final de mi libertad. Y esa noche, no logré dormir.

Por la mañana, bien temprano, recorrí los ghats hasta la escuela. Se suponía que debía asistir a las clases en mi último día, pero tan solo me limité a despedirme de ellas. Ya no tenía sentido perpetuar algo que jamás retomaría, así que me acerqué al maestro para darle la noticia:

- Mis padres han encontrado un buen marido para mí. He de dejar la escuela y marcharme a Kerala.

El maestro sonrió satisfecho y, antes de decirme adiós, me dio la enhorabuena. ¡El responsable de mi aprendizaje me daba la enhorabuena por abandonar mis estudios! A todos les parecía esta injusticia lo más normal del mundo y yo, simplemente, no conseguía entender nada. Y así salí por la puerta, dejando atrás mi formación.

Paseé por los callejones intrincados de Varanasi, por última vez. Yo quería ir a reunirme con Jeevika, pero ella necesitaba la mañana para obtener dinero, así que proseguí caminando, solitaria, perdida entre las multitudes que iban de un lado para otro de la ciudad que yo me preparaba para abandonar. Sentí, entonces, que era así de sola y perdida como me encontraría a partir de ese mismo día.

Se me escaparon las horas deprisa. Tan solo anduve y anduve, despidiéndome de cada persona con la que me cruzaba, de cada rincón que pisaba y de cada olor que percibía. Esto suponía para mí un verdadero adiós, y eso era lo único de lo que podía ser consciente. La luz comenzó a cambiar, y las sombras comenzaron a alargarse. Era el momento de reencontrarme con Jeevika frente al río, una última vez. Y por supuesto aquella tarde no leímos ni escribimos nada; yo tan solo me limité a cederle todos mis papeles y libros de la escuela, para que ella continuase aprendiendo por sí misma. Le expliqué lo que había ocurrido en mi casa y enseguida ella se percató también: todo lo que ayer nos resultaba factible hoy era, simple y llanamente, imposible. Nuestros sueños no iban a pasar de una grata fantasía, nuestras vidas no serían como deseábamos. Nosotras, sin más remedio, nos separaríamos.

Podría decir que alguien nos robó el tiempo aquella tarde: la oscuridad comenzó a cubrir el cielo claro y yo debía volver a casa. Y, además del tiempo, podría decir también que alguien nos robó el habla: los abrazos y las lágrimas eran las únicas palabras que podíamos entender en aquel momento.

Regresé a casa meditabunda, convertidos ya los tristes ojos de la vendedora de flores en los míos.

Y esa fue la segunda noche que no pude dormir.

Todo estaba listo para marcharnos. A la mañana siguiente, ya estábamos cruzando la India, de norte a sur, en un viaje de 32 interminables horas que sólo me recordaban lo que dejaba atrás con cada metro que avanzaba el tren. Jamás había digerido tanto abatimiento. Jamás me había sentido tan muerta.

Pero yo, Chhaya, era la hija de un brahmán, y ahora empezaba a saber lo que eso conllevaba realmente.

*****

Kerala era un estado indio exótico y particular, frondoso y tropical. Vi paisajes emergidos de algún cuento, mucho más hermosos que la caótica ciudad donde yo había vivido. Me sorprendió enormemente el verde intenso de su vegetación y el gran tamaño de sus plantas. Y allí tuve, además, la primera ocasión de ver de frente el mar, algo que ansiaba plenamente conocer desde hacía muchos años. Pero ni siquiera aquel espacio abierto, ni aquella infinita línea azulada que conformaba el horizonte, fueron capaces de aliviar mi tortura. Me sentía desdichada.

No conseguía entender por qué tendría que vivir en Kerala, pese a que fuese bonito, si yo no lo había elegido. Varanasi constituía la anarquía de la miseria, pero era mi hogar y a mí me embrujaba la magia que poblaba sus calles. Tampoco entendía por qué habría de compartir mi vida con un hombre supuestamente maravilloso, si yo ni siquiera le amaba. ¿Cómo iba a amarle? Eso era precisamente lo que debería hacer el resto de mi vida y ni tan siquiera le había visto una vez. Cuando lo pensaba, todo aquello me parecía un disparate y una broma de mal gusto. Pero resultó al final que, a pesar de ser un loco disparate, no fue ninguna broma.

A la mañana siguiente, mi madre me mostró el sari que vestiría esa misma tarde, durante mi ceremonia. Era mi primer sari de seda.

Comimos poco y pronto, y después comencé a arreglarme. Los pliegues del sari eran casi perfectos y mi cabello lucía resplandeciente, trenzado con adornos brillantes que reflejaban los rayos del sol. Mis manos fueron recubiertas con henna¹, mostrando en las palmas dibujos insólitos que se entrelazaban prudentemente. Y he de reconocer que, pese a mi honda tristeza, hasta yo misma me descubrí hermosa en aquel momento.

La boda fue grandiosa. Todos los invitados formaban parte de la alta sociedad y provenían de diversos rincones de toda la India. Cada cual iba mejor vestido y aportaba maravillosos regalos como prueba de su posición económica. Mis padres parecían estrellas en la noche: brillaban de felicidad. A mi, sin embargo, toda esta parafernalia no me interesaba lo más mínimo. No era capaz de escapar de mi papel de desgraciada. Pero claro, mi (ahora ya) actual marido, no podía percibir absolutamente nada de lo que se cocía en mis adentros, por lo que tuve que mantener la compostura para la que me habían educado.

Ni siquiera el banquete, digno del mejor comensal y repleto de esos dulces deliciosos que tanto me gustaban, fue capaz de arrancarme fugazmente una sonrisa. Yo era la única persona que, en el día de mi boda, no estaba contenta.

Al día siguiente, coloqué el bindi² entre mis dos cejas y teñí de rojo la raya de mi pelo. Estaba casada.

Y desde entonces, los años sólo han ido pasando. Mis padres regresaron a Varanasi y yo me quedé viviendo en Kochi, una ciudad de Kerala en la que Shyam, mi marido, era propietario de una gran casa. Shyam resultó ser un buen hombre al que, a pesar de no amar, conseguí llegar a querer. Era educado y amable, y procuraba que yo siempre me sintiese bien. No sé si llegó realmente a darse cuenta, pero creo que a veces hasta percibía que no era del todo feliz. A mí, esto en cierto modo me agradaba, pues al menos era una señal de que se preocupaba por mí.

Con el paso del tiempo me fui acostumbrando a mi nueva vida. Ya no aprendía nada nuevo y a penas salía a la calle para comprar algo de alimento; me quedaba en casa mañana y tarde, preparando la comida y tratando de mantener el orden, lo que no era fácil teniendo en cuenta las cortas edades de mis dos hijos varones, Swaraj y Manprasad, que todo lo revolvían mientras experimentaban en su nueva vida. Y he de reconocer que estos dos niños incentivaron bastante mi día a día, y volví a encontrar en ellos un sentido por el que seguir viviendo.


A menudo imaginaba que algún día tendría una hija y que nunca le arrebataría sus estudios ni la obligaría a casarse con el hombre que nosotros, sus padres, eligiésemos para ella. Yo no había conocido más amor que el de la amistad que tuve con Jeevika, y solía pensar que jamás le negaría a mi hija la posibilidad de encontrar un buen amigo y elegir por ella misma la persona que amaría el resto de sus días. Pero jamás tuve una hija a la que dejar ser libre.

Pocos años después de su nacimiento, mis hijos comenzaron a ir a la escuela, y yo volví a pasar la mayor parte del tiempo sola, entre las paredes, pues mi marido trabajaba fuera de casa desde que salía el sol hasta que se ocultaba. Con mucha frecuencia, recordaba mis conversaciones con Jeevika, la vendedora de flores y única amiga que había tenido. Recordaba cómo se esforzaba por aprender a leer y escribir, pese a las dificultades que tenía para ello. Recordé el día en que su triste canto irrumpió mi felicidad ficticia, y recordé el día en que juntas soñábamos con compartir el mañana. Si bien, el mañana ya había llegado, y no era en absoluto como nosotras los habíamos planeado. Me preguntaba que habría sido de Jeevika: si finalmente se habría casado y también tendría hijos, si continuaría viviendo en Varanasi, si cada día seguiría tratando de vender flores a los pies del río… Me preguntaba, también, si seguiría viva. Nada sabía yo de Jeevika desde hacía ya más de 10 años.

*****

Fue en una mañana gris de un bochornoso verano cuando murió mi marido. El cielo amenazaba tormenta; era la época del monzón y las lluvias eran el pan que nos llevábamos a la boca cada día. Pero, desde aquel oscuro día, mi marido no volvió a ver llover nunca más. Su corazón no funcionaba bien desde hacía ya unos años y, de pronto, se había detenido para nunca más latir.

A pesar de que no estaba enamorada, sentía hacía él un profundo cariño que se convirtió en dolor tras su muerte. Era el padre de mis hijos y, además, un buen compañero con el que había compartido mis últimos 12 años de vida, casi tantos como los que había estado sin él.

Mis hijos se sintieron desolados y yo, perdida. ¿Qué iba a ser de mí ahora? Me habían hecho depender de una persona que ya no estaba a mi lado, y ahora tendría que caminar sola. Según la sociedad en la que vivo, la mitad de una mujer es su marido, por lo que supuestamente yo no podría continuar mi vida como una mujer completa. Tenía tres opciones: casarme con un hermano suyo si éste quería, mantener una vida de absoluta abnegación o suicidarme. Así eran las cosas en India. Pero ninguna de esas opciones me convencía a mí. Shyam no tenía hermanos varones y, de haberlos tenido, yo jamás hubiese vuelto a casarme con un hombre que no amaba. Me sobraba con haberlo hecho ya una vez. Tampoco pensaba renunciar a cualquier cosa que pudiese hacerme feliz en su ausencia, pues sería como morir estando viva. Y mucho más inhóspita me parecía la opción de suicidarme, pues no consideraba encontrarme en una situación que me arrastrase hasta ese extremo. De pronto, me percaté: era hija de brahmán, una mujer casada y, además, viuda. Pero, incluso con todas estas condiciones sobre la espalda, ahora también era libre. Libre como lo había sido de niña, libre como cuando estudiaba en la escuela y como cuando conocí a Jeevika. Libre para imaginarlo todo y, esta vez, libre también para hacerlo realidad.

No tenía tiempo que perder. Nada me unía ya a Kochi ni a Kerala. Nada me ataba ya a esa casa del sur en la que había estado viviendo. Y yo no pensaba vestirme un sari blanco y afeitarme la cabeza únicamente por ser viuda. Yo no había muerto. Tenía sólo 25 años cuando mi marido falleció y, a pesar de haber tenido varias experiencias en aquellos años, era una jovencita que a penas empezaba a vivir. Así es que preparé el equipaje y le di la noticia a mis hijos: al día siguiente partiríamos hacia Varanasi, ciudad a la que volvería de la misma forma en que la había abandonado: de un día para otro y sin previo aviso.

De nuevo me esperaban 32 horas viajando en tren para cruzar la India, esta vez de sur a norte y acompañada por mis hijos en los asientos que un día ocuparon mis padres. El viaje era entonces bien distinto al de la última vez: ahora no sentía miedo ante lo venidero.

El ajetreo de la estación de trenes de Varanasi me hizo sentir en casa de nuevo. Mis hijos y yo nos abrimos paso entre la muchedumbre y salimos a la calle. Detuve a un rickshaw¹ y dejé a mis hijos y a las maletas montados en él. Le pagué 10 rupias al conductor y le di la dirección de la casa de mis padres. Yo tenía que dirigirme a otro lugar de forma más urgente.

Cogí otro rickshaw que me llevó hasta la parte trasera del Desaswamedh Ghat, y me dejó en el centro de un mercado por el que no paseaba desde que era una niña. Todo me era tan familiar… Crucé los callejones laberínticos hasta que vi el Ganges ante mis ojos: allí estaba toda esa gente, como cada atardecer, preparándose para el Ganga Aarti. Nada había cambiado en Varanasi. Vislumbré un enjambre de telas anaranjadas frente a la orilla: era un grupo de sadhus² que fumaban shilum³ mientras veneraban a Siva4. Cerca de ellos, un hombrecillo delgado y casi desnudo practicaba yoga en uno de los salientes de cemento que, como cabos en el mar, se comen parte del recorrido del río. Unos cuantos niños jugaban al cricket en los escalones. Los turistas robaban fotografías, los peregrinos rezaban y algunos tomaban ya sus baños purificadores. El olor de la comida callejera entraba penetrante por mis fosas nasales, mezclándose con el del incienso humeante de las ofrendas. Las velitas comenzaban a parpadear ahí abajo, sobre la superficie del Ganges, entre barca y barca. Estaba en casa de nuevo.

Seguí mirando alrededor sin perder ningún detalle: los enfermos seguían arrastrándose por el suelo, y los mendigos continuaban pidiendo limosna a todo aquel que se cruzaban. Los intocables5 transportaban los cadáveres hacia los ghats crematorios, empujando frágiles camillas de bambú que parecía que iban a quebrarse. Otros trataban de encontrar algo que resultase útil en las montañas de basura que se apilaban en cada esquina.

Varanasi era un mundo de contradicciones que encajaban con absoluta precisión. Un lugar donde lo hermoso y lo caótico pueden vivir en armonía. Una ciudad donde la magia y el dolor son perfectos compañeros. Un rincón donde la vida y la muerte están presentes en el mismo instante. Así era Varanasi. Así era mi hogar.

Y sentí cómo ese extraño y a la vez conocido universo se desnudaba para recibirme sin ningún tapujo. Nuevamente me hallaba corriendo por entre sus gentes, casi rozando el agua sagrada del Ganges, tan feliz como aquel día en el que me habían felicitado por mi redacción en inglés. Volvía a sentirme una niña.

De repente, llegó hasta mí el rumor de una voz melancólica. No tuve duda, de inmediato la reconocí. Jeevika estaba sentada en los mismos escalones de siempre, removiendo los pétalos de su cesta mientras su mirada se perdía allí en el horizonte, a la vez que el sol caía. Me detuve un instante y pensé que, por fin, aquellos sueños de la infancia estaban a punto de convertirse en realidades.

Me acerqué hasta ella sigilosamente y, antes de que pudiese verme, pregunté:

- ¿Puedo sentarme?

Levantó ligeramente la cabeza y, aquella tarde, mientras el sol desaparecía tras la orilla contraria del río, Jeevika sonrió olvidando, por segunda vez en la vida, su amarga tristeza.


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- Ghats: escaleras de piedra que descienden hasta el río Ganges.

- Lassi: bebida tradicional de la India hecha a base de yogurt natural. Puede ser dulce, salado o con frutas.

- Chai: designación que recibe el té con leche, cardamones y canela, bebida popular de la India.

- Bidi: pequeño cigarrillo liado a mano.

- Thali: típico plato indio compuesto por lentejas, arroz, verduras y patatas, mezclado con chili.

- Brahmán: miembro de la casta de sacerdotes y eruditos, la casta hindú más alta.

- Ganga Aarti: ceremonia religiosa que se celebra a diario en honor al río sagrado Ganges.

- Sari: vestido tradicional usado por las mujeres del subcontinente indio.

- Vaisia: miembro de la casta hindú de comerciantes.

- Curd: yogurt natural cuajado.

- Henna: tinte natural que se emplea para la coloración de la piel, usualmente como ornamento nupcial.

- Bindi: marca que llevan las mujeres casadas en la frente (a menudo en forma de punto).

- Rickshaw: pequeño vehículo de 3 ruedas para transportar pasajeros.

- Sadhu: asceta, santo, alguien cuya meta es alcanzar la iluminación.

- Shilum: pipa hecha normalmente de barro cocido y utilizada para fumar charas (resina de la marihuana) o ganja (cogollos secos de la marihuana).

- Siva: deidad hindú que implica tanto creación como destrucción, se le venera en forma de linga (falo).

- Intocables: miembros de la más baja de las castas, considerados incluso fuera del sistema de castas, para los que se reservan las tareas más penosas. El nombre procede de la creencia de que los miembros de las castas superiores podían contaminarse si les tocaban. Hoy día se les llama dalit.