Sus zapatillas de andar por casa, sigilosas, recorren el pasillo hasta el salón. Enciende la lamparita que hay en la esquina y, después, se acomoda en su mecedora.
Coloca las manos en el extremo de cada reposabrazos, y deja caer su cabeza sobre el respaldo. Yo le acaricio la mano, y me enciendo un cigarro. Ella comienza a mecerse. Se mece y se mece, y la madera cruje como si se lamentara. Pero, como siempre, al final la mecedora aguanta.
Poco a poco, mi abuela se va quedando adormilada. Yo la observo mientras los quejidos de la mecedora se convierten en murmullos. Me gusta mirar a mi abuela cuando se queda dormida: su cuerpo anciano se relaja, suspira espontáneamente, y se enternece su gesto. De pronto ve a mi abuelo como cuando era joven, vestido con su traje militar y sonriendo. Ya está soñando mi abuela…