27 mar 2010

Bolivia 3: San Ignacio


Partiendo desde Rurrenabaque otra vez, como eje principal de todos mis desplazamientos por el Beni, recorrí durante varias horas los caminos de tierra arcillosa (en un no tan buen estado como sería ideal) hasta llegar a San Borja.

Bajo la lluvia, el pueblo se presentaba como fantasma, dormido, pero ante la provocación de unos rayos de sol colándose por entre nubes y tejados, los transeúntes comenzaron a moverse. Sentada en la plaza, saboreando un refresco delicioso denominado mocochinche (elaborado a base de melocotón seco hervido, con clavo y canela), descubrí a qué se dedican en su tiempo libre la mayor parte de los habitantes del departamento del Beni: a dar vueltas. Pero vueltas literales, alrededor de la plaza, una y otra vez. Sin descanso. Hubo personas que pasaron hasta tres veces seguidas por el banquito en el que yo estaba sentada, y recuerdo que una mujer “petacuda” (panzona), pasó hasta cinco veces subida en la moto, junto a otra moto que conducía otra persona y con la que iba charlando. La verdad, no dejan de sorprenderme las diferentes rutinas y aficiones que puede tener el ser humano en los distintos puntos del planeta.

De ahí, tras una noche en la que comprobé que la juerga perfecta para el hombre boliviano es beber cerveza y más cerveza hasta las tantas, siempre escuchando música romántica y deprimente, cogí otros caminos repletos de hoyos y baches, hasta que llegué a San Ignacio.

San Ignacio es un lugar que realmente deseaba conocer, por todo lo que he escuchado sobre él y por lo que significa para una gran amiga. La verdad es que me lo esperaba más pequeño, una comunidad, pero en realidad es eso que se considera un pueblo en toda regla, salvo porque la mayoría de las calles no están asfaltadas. En San Ignacio no hay casi coches, los vehículos que distorsionan la tranquilidad son las motos, la mayoría de ellas utilizadas como taxis. Llamó mi atención la escuela de música y, sobre todo, el cabildo indigenal, en el que las mamitas o abadesas (mujeres ancianas respetables vestidas siempre con el traje típico, el “tipoy”) cuidan del templo del lugar. Pero sobre todo, lo que le da una belleza singular a San Ignacio es su hermosa laguna, y las canoas que la cruzan. Allí, sentada en el muelle junto a Celia y Genciano, contemplé atardeceres maravillosos, de 360 grados, en los que me sentí parte del cielo colorido y de las aguas mansas.

Pero más que el lugar en sí mismo, San Ignacio significó la gente que conocí.

Con Alex y Nona llegué a coger confianza, a tenerles cariño, tras varias tardes conversando. Nelly me despertó un sentimiento tierno, amigable, además de divertirme junto a sus dos hijos. Y qué de decir de Doña Begoña y Don Santiago, que son como los padres de Celia, y que me recibieron en su casa con un chocolate caliente y unos panes recién hechos, como si fuese una de sus hijas. Junto a Miguel, el lutier del pueblo, amante empedernido de las violas y violines, y de cualquier instrumento de cuerda, estuve enredando con la artesanía. En su acogedor taller, repleto de herramientas y serrín, vacié y lijé mis rodajitas huesudas de motacú, una de las cuales cuelga hoy de mi cuello, junto a San Pedro, al Sahara, y Finlandia.

Pero fueron los padres de Genciano, Doña Marcelina y Don…. Don “nunca me acuerdo bien”, quienes compartieron conmigo su campo, el “chaco”, regalándome sabores imborrables. Plátanos y más plátanos recién cogidos de los plataneros, algunos asados, y esos otros diminutos a los que llaman guineos, que se comen de un solo bocado. Chupar toronja y absorber su jugo con la boca, exprimir entre los dientes el dulce palo de la caña de azúcar… Y hasta beber en zumo la mazorca de cacao, la cual me fue imposible comer así, sin más, debido a su viscoso tacto. Bajo una choza de tacuara y hoja de palmera me invitaron a una deliciosa comilona a base de sopa de plátano y carne a la brasa, todo ello embriagado por el sabor auténtico que tienen los alimentos cuando se preparan sobre puro fuego.

En el chaco tuve tiempo de echarme una siestecilla en una tabla de madera, mientras me picaban los mosquitos, y de seguir con mi artesanía. Salí a buscar semillas de sirari, pero sólo encontré cuatro o cinco, porque no es la época en que el árbol las produce. A cambio la Pachamama quiso compensarme con una montaña de motacús, tirados ahí en el suelo, como si estuvieran esperando a que yo los encontrara. Teníais que haber visto mi cara de felicidad en aquel momento… Y cómo pesaban mis bolsillos un poco más tarde.

En definitiva, el chaco de San Ignacio me regaló plantas verdes, frutas tropicales, mariposas de colores… y el magnífico patujú, una flor verde, amarilla y roja, que cuelga boca abajo y que simboliza el oriente de Bolivia. Ésta, junto a la flor kantuta, que simboliza el occidente, es símbolo del país, por llevar en sus trajes autóctonos los tres colores de la bandera, lo que se considera representa la unidad.

Así, con tantos y tantos momentos bellos, me subí en un bus de camino al Perú, dejando atrás San Ignacio, la pampa, y la selva, para cruzar de vuelta la temida carretera de los Yungas y arribar hasta La Paz, desde donde me dirigí al lago Titicaca, punto de inicio en el que uno deshace el altiplano y resquebraja los cañones que desembocan en el árido desierto que llega hasta Lima.

Hoy he vuelto a camuflarme en ésta, mi habitación, para transmitiros un poquito de lo que se puede descubrir en el país vecino: Bolivia.

26 mar 2010

Bolivia 2: Pampa y Río Yacuma


Empecé aquel día con deliciosas empanadas de queso y masaco de plátano (plátano frito molido mezclado con charque, carne deshidratada tipo cecina, todo ello acompañado de arroz).Después de este imponente desayuno en el mercado de Rurrenabaque, que para mí es definitivamente un almuerzo, salí hacia la pampa de la región del Beni.

Empleé unas cuantas horas por caminos de tierra arcillosa hasta llegar al pueblecito de Santa Rosa, conformado por casitas hechas a base de un tipo de bambú (tacuara) y cuyos tejados no son otra cosa que hojas secas de palmera entrelazadas. Una vez ahí ya no estaba tan lejos del pequeño embarcadero natural, donde hasta las canoas me esperaban. Y sobre una de ellas comencé a subir por el Río Yacuma, durante varias horas, desordenando las aguas negras y quebrando ese reflejo que devuelven a modo de espejo.

Las orillas de aquel río se vestían de un verde reluciente, adornándose con flores, y sus cabellos nubosos portaban un tocado hecho a base de aves que volaban buscando alimento. El barquero iba en la proa, resaltando el punto exacto en el que se anuda el agua con el cielo, como la vela blanca de un pequeño barco que se mueve por el viento. Rodeada de tanta belleza, en el río Yacuma, sentí una libertad salvaje, inmensa, sin límites ni fronteras.

De pronto, entre los matorrales de la orilla oeste, el animal que más curiosidad me daba se dejaba ver entre las plantas: ¡una capibara! El roedor más grande del mundo, registrado en mi diccionario como “hipopótamo-rata”, se bañaba apaciblemente en un charquito junto a una de sus crías. Fascinante. Poco después, los monos chichilos comenzaron a chillar al ver una banana, por culpa de la cual algunos se subieron al bote trepando incluso por encima de mi cuerpo, como si fuera yo un arbusto repleto de ramas.

Debido a la fuerte humedad y al calor de la zona, que producen sudores continuos, no pude resistirme ante la posibilidad de zambullirme en el agua. Así que me quité las gafas y la ropa, y desde la canoa salté al río, del que no veía fondo o movimiento. Y en mitad de esa opacidad tan ciega me asusté un poco, porque los bufeos (delfines rosados) estaban mordisqueando el muslo de mi pierna izquierda. Pero ese sobresalto se transformó rápidamente en carcajadas, porque lo que sus largos picos producían no es dolor, sino cosquillas.

Que tu despertador sea el aullido de los monos manechi cuando el sol asoma allá en el horizonte, y no un pitido insoportable, es algo extraordinario.

En aquel paraje descubrí tantos tipos nuevos de aves… Cormoranes (excelentes pescadores), blancas y elegantes garzas, tucanes. Batos o jabirú stork, un tipo de cigüeña conocida como el cóndor de las pampas. Decenas de lindísimos sereres, una especie de gallina que sólo puede volar 20 o 30 metros y que canta en plena oscuridad… Y por supuesto no puedo dejarme en el tintero a las románticas parabas, quienes vuelan siempre junto a otra paraba, manteniendo dicha unión toda la vida.

Un día me encontré con el bicho más raro que he visto hasta hoy. Tardé un buen rato en darme cuenta de que estaba a mi lado, a pesar de ser tan grande como una de mis manos... Es algo así como uno de esos insectos-palo, pero con pinta de hoja. Por eso lo denominé “insecto-hoja”. Pero la convivencia con el mundo de los más pequeños también tiene consecuencias. Y eso que yo tuve suerte. A mí sólo me acribillaron todos y cada uno de los mosquitos que viven por la pampa. Además se me subieron por las piernas japutamos, unos seres microscópicos que te pican y se desplazan a otro lugar de tu cuerpo, para volver a picar, y así una y otra vez hasta que los matas con alcohol. Agarré también mariguíes, unas mosquitas que te dejan un puntito rojo muy pequeño pero rodeado de un circulo amplio y rojizo que pica desenfrenadamente... Y para terminar me picó en la cabeza un “peto”, que para mí no es más que una abeja gigante y negra que te deja su tremendo aguijón dentro de la piel.

Es cierto que duele bastante sacar ese aguijón incrustado, pero fuera de eso estoy a salvo, y considero que no me ha ido nada mal. Porque en el área de la pampa existe un lado más temible y peligroso… el de los caimanes negros y aligátores (que aquí, cómicamente, les llaman lagartos). Pero hasta en dichas especies uno puede hallar ternura, como cuando en la noche los ojitos casi rojos de las crías sobresalen en el río, brillando en la superficie.

Alguna tarde estuve intentando pescar pirañas… sin éxito. Y cuando no había nubes, unas tortugas de tamaño considerable (conocidas como “petas”) salían a solearse, apoyadas normalmente sobre algún tronco flotante. Vi como un oso hormiguero descansaba entre altas ramas… Y menos suerte – o quizás más- tuve con las serpientes, pues ni cobras ni anacondas, que son las dos especies más comunes del lugar, me encontré yo por la pampa.

La pampa es como una sabana gigante, poblada por altas hierbas y pajas que te llegan hasta la altura de la cabeza. Durante cientos de metros, sólo ves una tropa de hilos amarillentos desfilando bajo órdenes del viento. Y en mitad de esa legión, escasas pero valientes islas de vegetación parecen prepararse para la batalla, cargadas única y exclusivamente con metralla color verde intenso. En definitiva, una genuina guerra por alcanzar la belleza.

Pero las guerras siempre traen heridos, y en este caso algunas pajas son tan finas y tan resistentes que te rajan al rozarlas. Y como en cualquier otro ecosistema, no todo es tan sencillo, y el hábitat que adoran ciertas especies animales no es siempre el más adecuado para el ser humano. O al menos no lo fue para mí… acepto que a veces tengo límites.

En la pampa es muy difícil avanzar. El suelo, debido a las lluvias, está pantanoso; es un completo barrizal. Además uno debe ir provisto con unas rígidas botas altas que pesan bastante, pero que aíslan en caso de que una serpiente te muerda. Mi contratiempo empezó cuando no había botas de mi tamaño… y las que encontré resultaron ser tan solo tres o cuatro tallas más grandes. Por si fuera poco estaban rotas, y desde mis primeros pasos se llenaron de agua embarrada. Así que no me quedó otra opción que ir arrastrándome por aquella ciénaga durante todo el rato, como si de arenas movedizas que te absorben se tratara. Reconozco que la sensación no era precisamente placentera.... Llovía, estaba empapada, y para colmo perdí el equilibrio al enredarme y tropezarme con un montón de pajas, y me caí al suelo. Sí, claro que me reí, pero fue también uno de los momentos que más me agobiaron a lo largo del viaje… Y en aquel momento me rendí. No obstante, más adelante, he dado algún que otro paseo por las pampas del Yacuma, y he de decir que cuando el suelo está más seco, cuando no llueve, caminar es sólo igual de complicado que los deportes de riesgo: hay un reto, sí, pero éste se supera disfrutando.

En el Río Yacuma viví una noche bajo la luna llena, y otras tantas más bajo la Cruz del Sur, y todas ellas, siempre, lo hacía frente a las canoas. Me acunaba en una hamaca con mi té y mi cigarrito de liar... Y amaba la pampa.

Por eso me alejé de allí bajo el embrujo de un recuerdo poderoso… repitiendo una y otra vez para mis adentros: “volveré”.

25 mar 2010

Bolivia 1: Selva y Parque Madidi


Salí de Lima, en un largo viaje, cruzando montañas y más montañas, de rocas y dunas. Sólo había auténtico desierto ante mis ojos, justo a las afueras de la gran metrópolis, lo cual desconocía por completo. Pero de pronto el desierto se quebró en un valle verde, en cientos de cultivos, en ganado y campesinos... Comenzábamos a subir. Atravesé cañones, ríos, y el altiplano andino, junto a una vía solitaria por la que no pasa ningún tren. Así llegué hasta el lago Titicaca, frontera del Perú y parecido al mismísimo mar, y crucé a Bolivia. De ahí me dirigí a La Paz, que me asustaba bastante porque la última vez que estuve cogí un fuertísimo mal de altura, pero esta vez ni lo noté. En El Alto, pude observar como un gigantesco agujero repleto de cientos y cientos de casas se precipitaba ante mí. La primera imagen de esa ciudad no se olvida, impacta, pues parece como si un meteorito hubiese caído entre las montañas, distribuyendo millones de ladrillos de forma apelotonada. Paradojas de la vida, es el tráfico, el ruido, la multitud y el comercio quienes definen La Paz. Pero muy cerca, a las afueras, el Valle de la Luna aguarda para poder escapar. Y ese lugar es hermoso: caminitos de arena clara se pierden entre altas columnas naturales, diseñadas por el agua y por el viento, recordando a las Chimeneas de las Hadas de la Capadocia turca… Una preciosidad.


Desde La Paz viajé hacia la provincia del Beni, ya en plena Amazonía Boliviana, a través de la famosa Carretera de los Yungas, más conocida como “carretera de la muerte” (todo un alivio, a mí que tanto me gusta eso de los coches…) Pero siguiendo viva, y bien viva, puedo decir que esa carretera es una de las más bonitas que he recorrido en mi vida. Sin asfaltar, y siempre al borde de un desfiladero de cientos de metros, pasa desde por una sierra grisácea hasta una selva de altura, la de Los Yungas. Su paisaje de ensueño baja hasta el río y vuelve a subir por escarpadas laderas, desafiando siempre a otros vehículos, y a la gravedad. Miedo sentí, puedo asegurarlo, pero también placer. Placer porque lo que hoy guardo en mi retina mereció aquel riesgo, a pesar de que mi madre no opinaría lo mismo. El caso es que durante aquel trayecto, por primera vez, me llevé a la boca un motacú, una fruta naranja escasamente carnosa pero deliciosa, que después no ha dejado de estar junto a mi paladar.


Así llegué, ya de madrugada, a Rurrenabaque, un pueblo situado en la orilla del Río Beni. En él se encuentran los últimos rescoldos de montaña, los últimos cerros, y en la orilla de enfrente, la selva se presenta simplemente lisa, totalmente llana. En Rurrenabaque navegaban las canoas mientras volaban las aves, y el viento sacudió el olor a yogur de los almendrillos y otros árboles, mientras yo saboreaba un delicioso chicharrón de surubí, pescado fresco del Río Beni, acompañado de un vaso de chicha, un refresco proveniente del maíz hervido.


A pesar de la tremenda humedad que multiplica el calor por diez, o por veinte, aquella noche dormí plácidamente en Rurrenabaque, escuchando grillos y ranas que croan de forma aguda, distinta, como si fuesen gotas incesantes cayendo desde muy alto sobre un tejado de acero. Y me desperté energética, contenta, dispuesta a embarcarme en una canoa río arriba, para llegar hasta el Parque Nacional Madidi, que sin exagerar es una de las zonas con mayor diversidad biológica del mundo.


El trayecto por el río Beni se vio salpicado por una tremenda lluvia, bajo la cual un joven barquero envuelto en un poncho se iba calando. Pero atravesar el ancho caudal contemplando ambas orillas, unas veces arenosas y otras frondosas, unas veces llanas y otras tremendamente empinadas, todo bajo nubarrones cargados de más y más agua, no tiene precio. Empaparme mirando el cielo y bajar de la canoa para adentrarme por la selva riendo y gritando que me siento viva, sintiéndome viva, es un momento único. Y escribir sobre ello más tarde, acompañada solamente por la luz de una vela que parpadea, escuchando las cigarras y perdices que no duermen… es como un sueño. Y durante tal sueño salí a caminar por los senderos de la jungla en plena noche, confundiendo el miedo con los nervios, el desconocimiento con descubrimientos… El Amazonas.


La naturaleza está despierta mientras el resto del mundo duerme. La luz de la luna se colaba hábilmente por los huecos de los árboles, y ayudados por linternas nos topamos con una gran tela de araña octogonal, reluciendo en plena oscuridad. Y de repente otros seres mucho más mágicos, con luz propia e intermitente, estaban revoloteando alrededor: ¡luciérnagas! Poco después me colgué por primera vez de una liana y, como colgada del cielo, me columpié en medio de la selva. Entonces viví un instante de esa infancia que no tuve, una salvaje. Me transporté.


En el Paqrue Madidi me encontré con multitud de árboles distintos, de arbustos y frutos, insectos, mariposas coloridas y ciempiés. Escuché jabalíes y llegué incluso a asustarme, porque el sonido tan fuerte que hacían parecía el rugido de un dinosaurio. Hay un ave, el siringuero, que cuando canta parece estar silbándole a una chica guapa, haciendo algo así como “¡fui fuiu!”. Es muy curioso.


De los árboles, quiero nombraros a dos de ellos, por el significado que poseen. Uno es el llamado “Palo Diablo”, del que se dice que antiguamente se usaba como tortura, pues en él se refugian unas hormigas que muerden muy fuerte, a pesar de ser pequeñas. Y lo cierto es que es mejor no acercarse. El otro árbol es el que se conoce como “aprueba-yernos”, cuya leyenda cuenta que el suegro exigía al pretendiente de su hija que cortase su duro tronco, para poder casarse con ella. Si el enamorado desistía en el intento, si el árbol no caía, la mujer en cuestión seguiría soltera.


Y así hay detalles con los que podría seguir escribiendo varias horas, pero mañana quiero hablaros de la Pampa y del Río Yacuma, y si continúo se os hará muy pesado.