31 ago 2008

Tren destino, Jyväskylä

- Tren: 932lk
- Andén: 1
-
Asiento: 35 (ventana)
-
Destino: Jyväskylä

Ya estoy en el lugar que me corresponde, continuando la dirección que ayer mismo tomó mi vida. Agarro el bolígrafo de nuevo, para repasar detenidamente los acontecimientos que se han sucedido desde las últimas líneas.

Estaba yo en el puerto de Helsinki fumándome un cigarro, releyendo lo que acababa de escribir y a punto de empezar a andar de nuevo, cuando apareció Timo:
- “¿Qué escribes? ¿Un poema?” – Me preguntó.
- “Que va, es prosa” – contesté yo.

Y, tras darme cuenta, llevaba más de 3 minutos conversando con él en castellano. Y entonces indagué: Timo es finlandés de nacimiento, pero estuvo de Erasmus en Granada hace dos años, y ahora habla casi perfecto mi idioma. Inesperada casualidad… A veces una se ve abordada por un golpe de suerte.

Poco después, atracó uno de los ferrys justo a nuestro lado, y Timo me propuso cogerlo.
- A dónde vamos?” – Y me respondió, sonriendo:
- “A la Isla de Suomenlinna”

Miré sus ojos cautivada por el nombre del lugar y, sin pensármelo dos veces, me levanté del suelo y corrimos juntos hacia el barco. Habrían cambiado mis planes en ese mismo instante, si los hubiese tenido, pero era libre por unas horas. Así que, me lancé a cruzar las aguas junto a él.

Timo resultó ser un chaval muy alocado, alegre y charlatán. En definitiva, un ser humano particular y entretenido. Lo que se suele denominar buena compañía.

Al llegar a Suomenlinna, me di de bruces contra su fortaleza antigua, de piedra, que con aspecto rígido parecía consolidar la historia. Penetramos en la isla tras bajar del barco, y llegamos a un lugar en el que el camino principal se bifurcaba en dos senderos. Sin consultarnos el uno al otro, ambos seguimos por el de la izquierda.

Ya en el interior de la muralla, recorrimos prados verdes y senderos arbolados que escondían, entre sombras, casitas viejas de madera descansando casi inhabitadas. En Suomenlinna, el sosiego sólo se pelea con la calma.

Bajo una vieja iglesia, que para mi asombro hoy se utiliza también como faro, Timo y yo nos columpiamos, como si fuésemos dos niños que juegan por primera vez dentro de un parque. Yo no había imaginado que, durante mi primer día en Finlandia, ya tendría un amigo lugareño con el que ser yo misma. Me sentí llena.

Pasamos largo tiempo desnudando la isla. Acariciando las costas tras profundizar en su interior. Descubrimos de pronto un puente no muy lejano, y lo cruzamos para adentrarnos en la isla vecina. Colinas no muy altas pero prominentes rompían la llanura del verdoso prado. Pequeños acantilados de árboles y flores aún dejaban hueco a las erosionadas rocas que alaban el Mar Báltico. Y sobre una de ellas, Timo y yo, nos fumamos un cigarro, mientras contemplábamos frente a nosotros el océano. Tenía esa sensación de aventura, de plenitud. Ése sentimiento que se tiene cuando a uno le parece poder abrazar el mundo entero entre sus manos. Y me pareció sugerente el hecho de que, Timo, no consiguiese intuir, ni siquiera por un momento, las maravillas de ese paisaje tan asombroso que entonces veían mis ojos. Comprendí que, si yo no era capaz de percibir Madrid como un viajero, Timo tampoco tenía por qué hacerlo. Pero, al menos, trató de comprenderme.

Toda la costa de la segunda isla se hallaba salpicada de cañones provenientes de la época de dominación sueca, ya oxidados por el viento y el salitre. Entre ellos, infiltrado, un antiguo submarino reluciente pedía a gritos sumergirse bajo el mar. Pero los rusos lo prohibieron hace ya unos cuantos años, a cambio de la independencia finlandesa; un acuerdo que es respetado hasta hoy. Yo en ese momento hubiese deseado darle al submarino la independencia que tiene en las profundidades del mar, pero pesaba demasiado como para moverlo solo con Timo.

Ya de regreso en Helsinki capital, nos decidimos por un restaurante chino para cenar. Es insólito pensar que los olores y el sabor de las especias me trasladaron de nuevo hasta el continente asiático, hallándome comiendo en un restaurante del norte de Europa.

Casi reventando nuestras tripas, Timó quiso acompañarme a la estación. Después de recogerla en la consigna, él cargo mi única maleta hasta el mismísimo vagón. Y allí dentro, a sólo dos minutos de comenzar a moverse el tren, nos abrazamos. Acto seguido, Timo se marchó. Me resulta muy extraño haber aterrizado hace menos de veinticuatro horas en Finlandia, y estar ya despidiéndome de alguien. Supongo, que no es mala señal. Aunque siguen sin atraerme las despedidas.

Y, ahora, atrás dejo Helsinki… Con su música y sus aves, con sus calles y los barcos… Con mis primeros recuerdos. Con mi primer aprendizaje finlandés. Antes de conocer algo, no se puede juzgar. Ni Helsinki es tan apático como me habían contado, ni los finlandeses son tan fríos como dicen. A mí, esta ciudad, me ha encantado.

Ahora… me dirijo a Jyväskylä.

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