16 dic 2007

La noche perfecta

Son las dos de la madrugada y está el cielo tan oscuro como el color de mi piel. He elegido la noche perfecta: la luna nueva aguarda y sólo llueven estrellas sobre mi cabeza.

Estas circunstancias me recuerdan a todas esas noches en las dunas, cuando tomaba té junto a Ney, Sidi-Salem, Lel y Luchá. Charlábamos hasta oír la primera llamada del día para rezar, ya casi amaneciendo. Las horas pasaban deprisa entre fantasías, risas y vasos de té. Muchas veces, hablábamos de nuestras familias, de nuestra vida de hoy, e imaginábamos cómo podrían ser las dos mañana. Creíamos poder recordar el Sáhara Occidental a través de lo que otros nos contaban. Confiábamos en la novedad. Creíamos en los cambios.

Todos mis amigos querían dedicarse a algo en particular: Luchá y Lel aspiraban a estudiar historia, Ney pretendía formar parte del ejército y a Sidi-Salem le interesaba la filosofía. Yo… Yo solamente suspiraba por el derecho a poder elegir.

Todos confiábamos en formar una familia en un futuro y, aunque en eso no había excepción, la mujer que soñaba cada uno era bien distinta a la que imaginaba tener el otro. Cada uno dibujaba en su cabeza la idea de un amor verdadero y la compartía con el resto. Éramos capaces de verlo, de escucharlo, de sentirlo. Y todos sabíamos que los demás encontrarían a la persona exacta con la que ser feliz y tener hijos, pero todos coincidíamos también en que, para nosotros mismos, aquello sería algo imposible. Y reíamos siempre al percatarnos de tal incongruencia.

Las noches junto a ellos no tenían desperdicio alguno: soñábamos despiertos mientras el resto del campamento dormía y, entonces, todo permanecía en silencio, excepto cuando le daba por soplar al viento.

Lel fue el primero en abandonar el Sáhara. Pero sus circunstancias eran otras. Su padre, el ministro de transportes del Frente Polisario en los campamentos de refugiados saharauis de Tindouf, tenía el dinero suficiente para hacerle un pasaporte rápido a su hijo y los contactos necesarios para conseguir una invitación a España, lo que le permitiría entrar de forma legal en aquel país. Ya hace casi 5 meses que Lel se marchó de aquí, y todo lo que sabemos de él es que está de maravilla y que, si regresara en algún momento a este lugar inhóspito, tan sólo sería para vernos a nosotros y a su familia.

¡Parece mentira! Pero hoy soy yo, Siddhamed, el que se dispone a dejar África para llegar a España. Aunque yo no tengo a nadie que me ayude con esto. Mi padre fue abatido durante la guerra contra Marruecos y, mi madre, años después, murió por causa de una enfermedad degenerativa. Cuando esto ocurrió, mi hermano mayor se trasladó a Argel para trabajar, y allí conoció a Jadija, la mujer con la que se casó en la capital del país vecino. Mi hermano pequeño Mojtar, y yo, nos criamos desde entonces con mi abuela Rabab, que vivía sola. Su marido había muerto hacía tiempo, de igual forma que lo había hecho mi padre: en la maldita guerra.

Mi abuela fue siempre una mujer excepcional. Cálida como el sol de medio día, envolvente como el viento y suave como la arena. Ella era el horizonte infinito de un desierto de amor. Abarcaba todo lo que podía, lo incalculable, lo inimaginable. Era tan grande como la cúpula de estrellas bajo la que los tres dormíamos cada noche. Por la mañana, bien temprano, cuando a penas los primeros rayos de sol comenzaban a asomarse tras las dunas, mi abuela nos despertaba dulcemente y nos animaba a adentrarnos en la jaima, donde podríamos seguir durmiendo un rato sin que la luz nos molestara. ¡Ella siempre tan atenta! Y después, con su característico caminar apaciguado, se dirigía hacia el corral donde las cabras esperaban la comida. Los granos de arena, bajo las curtidas plantas de sus pies, se regocijaban al darse cuenta de que era Rabab, y no otro, quien les pisaba una mañana más. Las cabras, igualmente, saltaban de alegría al escuchar sus tibios pasos.

Finalmente, nos daba el desayuno a nosotros, sus nietos, que consistía en un mendrugo de pan y los tradicionales tres tés:

“El primero, amargo como la vida;

el segundo, dulce como el amor; y

el tercero, suave como la muerte.”

Es cierto que pasábamos un rato dilatado tomando té, pero al final quedaban tan sabrosos como tiempo dedicase mi abuela a su elaboración. Y puedo asegurar que nunca más volví a probar tés tan auténticos como los que preparaba ella.

Mientras nosotros estábamos en la escuela, mi abuela aprovechaba para cocinar y acicalarse. Se pintaba las plantas de los pies y las uñas de los dedos de las manos con henna, y se colocaba la melfa con esmero. La anudaba sobre sus hombros y, acto seguido, la dejaba caer sobre su cabeza. Sin duda alguna, Rabab era la mujer más elegante de todo el campamento 27 de Febrero, en el que vivía desde que abandonó el Sáhara Occidental, hacía ya 30 años. Ella solía hablarnos de nuestras tierras. De la belleza de sus playas y de la humanidad de sus gentes. Lo contaba todo con tanta precisión que, aunque yo había nacido en el desierto y nunca pude visitar mi país, era capaz de imaginar al detalle cómo había sido un día la vida para mi pueblo. Mi abuela desprendía pasión al hablar del pasado. Y de igual forma nos hacía vivir a nosotros el día a día. Era capaz de convertir la monotonía en algo especial.

Pero, de repente, la monotonía se ha querido desprender del encanto y, éste, que todavía reina dentro de mi abuela, ha dejado al desnudo la peor de las rutinas. La rutina sin ella.

Ahora los rayos del sol me despiertan con arañazos, las cabras se quejan incesantemente creando un sonido ensordecedor, y la arena no tiene ánimos para acariciar a nadie. Los tés tampoco tienen ya el mismo sabor. Ya no me ciega la belleza de los pliegues de su melfa al caer al suelo y no me llegan ráfagas de olor a henna con la brisa. Mi abuela murió hace dos años, y con ella murió la magia de este desierto y de todo lo que hay en él. Y, aquel día, sintiéndome yo morir con ella, con el desierto y con todo lo que hay en él, no tuve más remedio que aprender a sobrevivir sin su presencia y es que, Mojtar, resultaba ser un castigo inapelable que me obligaba a seguir viviendo.

He de reconocer que, hoy, él se ha convertido en la mayor recompensa que jamás me dio la vida. Pero era yo en aquel entonces, derrotado, el que tenía que hacerse cargo de su educación, de su salud, de su crecimiento. Era yo, desde ese momento, la persona responsable de que el plato de Mojtar estuviese lleno todos los días. Por eso comencé a traficar ilegalmente con gasolina a través de la frontera con Mauritania. No tenía estudios y tampoco me hubiesen servido de mucho en el desierto, pues allí no hay precisamente demasiadas salidas laborales y los puestos de trabajo escasean. Tampoco tenía dinero para intentar montar mi propio negocio, fuese de lo que fuese, y no estaba dispuesto a pedirle dinero a nadie, a sabiendas de que no podría devolverlo. Así, el contrabando se presentó como mi única opción.

No sé cuántas noches durmió mi hermano solo bajo la luna. Ni sé cuántas noches pasé yo despierto, encerrado en un camión, esperando a que los militares realizasen su cambio de turno y quedara así la frontera desprovista de controles durante escasos minutos. No sé cuántas veces se me encogió el alma al pensar en Mojtar, ni cuántas veces tuve el corazón en un puño por miedo a que me cogiesen y él se quedara solo. Pero aquella era la única manera posible de ganar el dinero necesario para poder comer. Y pronto pensé que, si lo hacía más a menudo, también sería capaz de ahorrar el dinero suficiente para poder escaparnos juntos, y comenzar así lo que tantos otros llamaban “una vida digna” fuera del Sáhara, y que a mí tan lejana me parecía. Por eso los viajes a Mauritania comenzaron a ser más que ocasionales. Pasé de hacer sólo uno, a marcharme en tres o más ocasiones por mes. Y, mientras tanto, mi hermano se pasaba la mayor parte del tiempo solo. Me dolía profundamente imaginarle revestido de soledad, pero confiaba en que un día la sed, se saciaría con agua.

Y por fin parece que ese momento ha llegado. El dinero que necesitábamos se ha traducido, tras mucho esfuerzo, en un salto hacia la libertad. Mojtar no volverá a dormir solito, y ya no habrá más contrabando. Sólo nos queda por hacer un viaje a Mauritania, el último, el que nos permitirá llegar a España a través del amplio mar.

Ésta es la noche en la que me despido de todo cuanto he conocido hasta hoy. Ya no será la sábana del silencio la que me arrope cada noche, ni cerraré los ojos bajo un mosaico de estrellas incontables. Las conversaciones en las dunas entre Sidi-Salem, Luchá, y mi gran amigo Ney, continuarán aún en mi ausencia. Ya no vislumbraré los 360 grados que domina el horizonte, ni se intercalarán distintos abanicos de color zarandeados por el movimiento de las melfas al viento. La carcajada sonora de Mojtar ya no provocará el eco del desierto. En este mar de arena… hoy comienzan a naufragar los recuerdos.

Pero mañana el aburrimiento dejará de ser mi ocupación principal. El suelo por el que camine no será sólo de arena y el agua que bañe mi cuerpo no será únicamente sudor. Quizás hasta use zapatos y pueda lavar mi cuerpo todos los días. Tendré que aprender a dormir en una cama y a comer con cubiertos, y tendré que dejar de eructar al final de las comidas y empezar a utilizar papel higiénico después de ir al retrete, y no a una letrina. Quizá, un día, hasta descubra cómo es la nieve, y el frío.

Mi hermano se viene conmigo. También él duerme esta noche en el camión que va hacia Mauritania y, entre tanto, yo no dejo de imaginar lo que será de nosotros desde mañana. Será la primera vez que Mojtar despierte en otro sitio.

Y aunque existe la posibilidad de no lograrlo, no podemos dejar de intentarlo. Lo peor que nos podría pasar sería el encarcelamiento. ¿Y es que acaso no me siento yo ya preso en mi situación? Ser saharaui fue la más dura condena y, sin embargo, hoy me siento orgulloso de que ésa sea la mía. El único miedo que siento, y que para mi asombro acaba de nacer en este mismo instante, surge de la posibilidad de no regresar a aquí nunca más. Yo mismo me contradigo pero es que, antes de haberlo abandonado, ya estoy echando de menos el Sáhara y todo lo que hay en él. De pronto, este desierto recupera la magia que perdió al morir mi abuela. Y hoy, por fin, soy consciente de la lección más importante que ella siempre nos quiso dar: la esencia de las cosas está en la manera de percibirlas.

Y ahora, allá vamos. Los militares están cambiando de turno y es el momento de cruzar la frontera. Sólo unos metros, y ya estaremos rumbo hacia la libertad.

Es la noche perfecta. Del desierto, Mojtar y yo, juntos, nos dirigimos al mar.


1 comentario:

Anónimo dijo...

En este relato era en el que yo queria escribirte y sabes que me equivoque...aun asi he de decirte que cada uno de ellos tiene ese algo especial que solo tu sabes ponerle. Ya queda menos para que vuelvas a tu querido Sáhara, donde tanto te quieren y tanto das... Yala yala...buen viaje! Nebrik. Celia