Se miró las manos durante unos segundos, y después se detuvo ante el reflejo de un escaparate. La gente caminaba deprisa a sus espaldas, siguiendo cualquier dirección. No le importaba a dónde irían. Ni siquiera sabía a dónde iba él.
El acordeón que tocaba un viejo gitano le devolvió la música. Hacía ya muchos años que no tenía esa sensación. Por un instante se creyó invisible, y rió. Rió a carcajadas, como nunca más vi reír a ningún hombre que anduviese solo. Mas a él la compañía le sobraba: por fin podía estar consigo mismo. Y al pensar en ello, rió todavía más.
Ahora ese hombre sólo era preso de su silencio. Por primera vez, sus ojos no parpadearon. Y movió la cabeza sin llegar a creerse lo que estaba sintiendo.
Y deteniéndome entre medias de la multitud aquella tarde de diciembre, descubrí cómo es posible acariciar la libertad: observando a un hombre que parece respirarla.
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