13 dic 2007

Junto al río

He conocido muchas personas que necesitan el aire para vivir. Otros, sienten que no pueden seguir adelante sin su familia. A algunos les guía la pasión por la música y, a otros, el amor ciego. He conocido gente que exige su libertad para sobrevivir y otra que, para mi sorpresa, busca la ausencia de ésta. He conocido a los que se pierden sin un buen empleo, y a los que se encuentran a sí mismos mediante un viaje.

Yo… Yo solamente necesito el agua para vivir. Y esto lo averigüé el día en que te vi sentada junto al río, allí donde una pequeña cascada resuena para encontrar su rumbo.

* * * * *

Aquel día, yo no esperaba ninguna visita. Ciertamente, ningún día esperaba a nadie.

Mientras me encontraba diseñando planes de futuro que sabía que jamás se cumplirían, el agua del río seguía su curso, igual que mis días iban pasando: sin detenerse. Pero algo me diferenciaba a mí del río, y es que yo no llevaba una dirección exacta. El agua de mis entrañas permanecía estancada. Por eso siempre me acercaba al río, porque deseaba que algún día mi caudal se hallase en constante movimiento. Y fue precisamente eso lo que ocurrió cuando apareciste tú: el cauce de mis pensamientos comenzó a tomar una dirección determinada.

* * * * *

No sé cómo no te vi antes por Navalafuente. Yo solía ir allí desde que era niño, casi todos los fines de semana. Era un pueblo pequeño, tranquilo, en el que nos conocíamos todos. ¿Cómo podía ser que nadie me hubiese hablado nunca de ti?

Mentiría si dijese que me llamaste la atención por tu belleza. No eras una de esas princesas de ensueño que se describen en los libros de hazañas de caballeros. Ni eras tampoco un hada mágica, de esas de un cuento fantástico, que desprendiese luz. Me fijé en ti por la armonía de tus movimientos, por esa suavidad con la que tus puntiagudos dedos acariciaban el agua del río. Me enamoré de ti porque, dentro de esos ojos tristes que se camuflaban tras infinitas pestañas, aún podía adivinarse una esperanza. Una esperanza tan pura, tan transparente, que se confundía con el agua del arroyo junto al que cavilabas.

* * * * *

Oí crujir las hojas secas que escupió el otoño tras de mí, justo antes de notar tu mano sobre mi hombro. No sé por qué, pero no me asusté al salir de golpe de mi ensimismamiento. Quizá fuese porque, en cuanto tus pupilas señalaron a las mías, volví a quedarme absorta.

Me miraste fijamente unos segundos y, sin articular palabra, te agachaste en cuclillas para enjuagarte las manos. Al menos eso pensé yo que ibas a hacer, pero enseguida comprendí que tú buscabas en el río lo mismo que yo: compañía. Y venías dispuesto a fundirte con él mientras se perdiese por entre tus dedos, dispuesto a comprender que el tiempo no se detiene y a comprobar que el río, al igual que tú, cambia siempre, y aún así siempre es el mismo.

Tal como lo hacía yo, tú buscabas una respuesta.

* * * * *

En cuanto sentí el frescor del agua zarandeando mis manos, comprendí por qué esa tarde había llegado hasta el río. Buscaba compañía, y había encontrado algo más que el murmullo de la cascada.

Me senté a tu lado y te miré de nuevo a los ojos. Detenidamente. Muy detenidamente. Los rayos del sol revelaban un color castaño que se confundía con el de los árboles que empiezan a secarse. Y eso me pareciste tú entonces: un tronco desnudo que esperaba a que pasase el invierno, para florecer en primavera y dar frutos en verano.

A penas cruzamos unas pocas palabras, y eso que pasamos varias horas juntos.

* * * * *

No me sentí incómoda con tu presencia. Ni con el silencio. Estaba convencida de que nos comunicábamos a través del río. El caudal me robaba los pensamientos arrastrándolos hasta ti. Y no me sorprendió cuando tu voz quebró la tarde muda, para explicarme que algo escuchaba:

- No te conozco. No he hablado nunca contigo. Y sin embargo este río parece bañarme de ideas que naciesen en ti.

Yo simplemente sonreí, percatándome de que era el río quien te hablaba y no yo. El fluir de las aguas comenzaba a mojarte con sus lecciones, al igual que éstas ya me habían empapado a mí.

* * * * *

Increíble. Sin haber acordado absolutamente nada en ningún momento, los dos nos encontrábamos junto al río en las tardes de los fines de semana. Ni un solo día dejaste de venir. Fue increíble.

Aprendí demasiadas cosas aquel año junto a ti. Aprendí, primeramente, que es posible hablar sin utilizar palabras. Recibí también el mensaje que grita el silencio y entendí que los gestos pueden ser más sinceros que cualquier promesa. Tú me lo enseñabas a través del río y él, lo corroboraba. El río y tú me parecíais ya la misma cosa.

* * * * *

De repente aparecías cada fin de semana, a la misma hora, junto a la cascada. Y la verdad es que nunca tuve miedo de que no vinieses. Sabía que el río te había dado lo mismo que a mí: respuestas. Pero bien sabe él, confidente de todos mis secretos, que entre semana esperaba inquieta a que volvieses. Y entonces él me enseñó a esperar. Comprendí que, antes de llegar al mar, el río tiene que cruzar muchas montañas. Pero siempre terminaría llegando al mar. Y así era contigo; al final de cada semana te encontrabas de nuevo junto a mí, sin apenas hablar, rumiando el placer del sonido del vaivén de las aguas.

Comenzabas a entender algunas cosas.

* * * * *

Se esfumó el otoño y el blanco revistió los alrededores del río. A ninguno de los dos nos importaba. Sacudíamos los restos de nieve de una roca y, a pesar del frío, esperábamos sentados sobre ella hasta que anocheciese, con los oídos bien atentos. El río nunca callaba.

La primavera trajo el cantar de los pájaros y el color de las flores. Cada día te regalé una distinta hasta que se terminaron las especies de la zona y, después, comencé a repetir. Ni un solo día regresaste a casa sin una flor. El río nunca paraba.

Justo antes de comenzar el verano, en una de esas tardes, te acercaste a mí lentamente. Y perdiéndome de nuevo en tus ojos, castaños como el otoño en que te conocí, me imaginé besándote bajo los rayos del sol.

* * * * *

- Creo que ya sólo me falta una lección por aprender del río – comenté. Y así, sin más, te desperté de una extraña ensoñación.

- ¿Cómo? ¿Qué lección? – me preguntaste confuso. No sabías si me habías escuchado mal o es que no lograbas entender lo que yo estaba diciendo. Hasta entonces, lo que más te había confirmado el río es que siempre queda mucho por aprender, y la idea de un último aprendizaje rompía por completo tus esquemas.

Yo no respondí. Sonreí mientras agachaba la cabeza y volví a mirar al río.

* * * * *

Permanecí callado, dudoso, pensativo, sorprendido. No conseguía entender tus palabras. ¿Qué lección era esa? Y si ya sabías cuál era, ¿por qué tenías que aprenderla? ¿No la sabías ya? Por más que lo intenté aquella tarde, no conseguí escuchar tu respuesta ni la que podía darme el río. Y aunque yo sabía con certeza que en él estaba la explicación, no logré percibir más que un chapoteo enfurecido que no me permitía pensar con claridad.

Ese día, al despedirnos, en tus ojos fue más evidente la esperanza que la tristeza.

* * * * *

Creo que aquel día te marchaste a casa confuso. Normal….a ti todavía te faltaban unos días para entender la última lección. Quizás, la más importante.

Pero mi momento había llegado.

Mis ojos no se despidieron de ti como cualquier noche pasada. Esta vez, te decían adiós y no hasta pronto. Y adiós dijeron también al río, minutos después, cuando me acerqué sola hasta allí para despedirme. Cerré los ojos y escuché su voz retumbar en mis adentros. La corriente del río me empujaba a hacerlo.

Y así me despedí de él… y también de ti.

* * * * *

No podía creerlo. No estabas allí cuando llegué. Esperé pacientemente, convencido de que en cualquier momento aparecerías tras mi espalda. Pero no fue así: anocheció, y no habías llegado todavía.

Comencé a pensar en las palabras que habías mencionado el día anterior: «una última lección por aprender»… Y continué preguntándome por qué no habías venido ese día, por qué no te había besado antes e impedir así que te alejases. Me pregunté, al instante, por qué diablos ni siquiera sabía tu nombre. Por qué no sabía nada de ti. Había pasado varios meses a tu lado y a penas conocía tu perfil mirando al río. Y me pregunté entonces, de pronto, si no éramos ya la misma cosa, el río, tú y yo.

Pero tú te habías ido, ya no estabas, y con tu ausencia el río había dejado de hablarme. Y yo… yo había dejado de escucharle.

Me quedé dormido sobre la hierba, ahogado en una charca de preguntas a las que no encontraba explicación. Por la mañana, el color de los primeros rayos de sol me recordó al castaño de tus ojos. Entonces descubrí la nota.

En el río está la respuesta. Escúchale.”

Leí tus palabras mil veces. Y miré de arriba a abajo la nota mil y una. ¿Eso era todo? ¿Nada más?

Y allí me quedé yo en aquel momento, parado y callado. Y aquí sigo yo hoy, en el mismo lugar, escuchando el sonido del río mientras las aguas siguen su curso hacia el mar.

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