4 sept 2008

Jyväskylä

Agotada. Después de varios días transitando la ciudad de un lado para otro, solucionando los inconvenientes burocráticos y ubicándome en mi nueva facultad, por fin encuentro un rato tranquilo para sentarme a escribir. Y no me siento tan a gusto como en la terraza de mi casa, pero he de reconocer que las vistas desde este balcón son infinitamente más bonitas.

Jyväskylä se me ha mostrado enormemente cuidada y respetada. Parece como si sus habitantes de verdad la amaran. Me pregunto si, ellos, no se cansan de vivir aquí, como yo me canso de Madrid. Supongo que la quietud de este sitio engancha.

La ciudad es muy pequeña y sosegada, cosa que no cambia en el centro. Se respira un aire como de pueblo… y el olor del monte humedecido por la lluvia, por supuesto.

Los edificios de la universidad no me parecen tan extraordinarios como piensa (o dice) el resto de la gente. Pero es muy posible que yo no sepa apreciar la ¿elegancia? de la arquitectura moderna. De cualquier forma, el lugar en el que se sitúa esta universidad es, cuanto menos, hermoso. Como en un cuento, sus blanquísimas fachadas reposan a los pies de un gran lago, separadas las facultades en dos áreas que se unen a través de un puente no muy largo. Rodeada por pinos que superan la altura de los tejados, la universidad de Jyväskylä espera, con paciencia, la llegada de estudiantes que han nacido en cualquier rincón del mundo. Es impresionante ser consciente de que, cada día, me sentaré a comer frente a una enorme cristalera que me permite ver la imagen que entre bosques y lagos se crea. Simplemente es precioso.

Pero lo que en realidad me viene camelando es que cada tarde, justo cuando empieza a acurrucarse el sol, Jyväskylä me enseña cómo contemplar los cambios de los tonos del atardecer sobre los troncos de los árboles. El cielo todavía despejado y las copas de los pinos van cambiando poco a poco su color, como si en cada hoja hubiese aposentado un camaleón. Me emboba pensar que, nunca antes, pude imaginar tanta belleza en el ocaso sin tener delante el sol. Impresionantes los sobresaltos que tienen a veces las percepciones. Y es que, al final, va a resultar que la gran ventana que preside mi habitación se está convirtiendo en el motor de transformación de mi cuarto. Ahora, el espacio que queda entre estas cuatro paredes, se asemeja más mi guarida.

Aunque sigo subiendo cada escalón muy lentamente y descendiendo inevitablemente como si me deslizase por un tobogán, no he abandonado esa búsqueda del equilibrio. De abajo a arriba tardo días… ¡y de arriba a abajo un soplido! Pero sigo persiguiendo mi estabilidad. Éste es sólo el principio.

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