22 jul 2008

Naranja

Mi vida era… naranja.

Me despertaba el sol temprano, estando yo sobre la arena, para desayunar tres tés. Y con la cara aún húmeda, después de lavármela, cruzaba la explanada que hace ya más de dos años denominaron “riada”. (Yo jamás pensé que aquellas lluvias de febrero pudiesen salpicar más allá de los campamentos de Tindouf y, sin embrago, me inundaron también a mí. Pese a todo, es curioso que exista un lugar con este nombre, en mitad del desierto).

Tras algunas de las melfas y turbantes que encontraba, percibía lo que significa la hermandad. Y aún descifrando, extrañamente, algún término del hasanía, estrujé en mis propias manos, las ansias de libertad.

Y convertí el silencio en canto. Y el canto, en grito. Lloré. Y escuché las voces que me hablaron.

Después de pasear bajo “sin-cuenta” estrellas, sobre las dunas nocturnas, volvía a casa amaneciendo, guiada por los rezos pronunciados desde la mezquita. Y ni siquiera durmiendo estaba sola.

Contenida ahora, dentro de las cuatro esquinas de cada fotografía, voy enfermando, pudriéndome, arrugándome frágilmente hasta cerrar los ojos. Eso sí, para poder vislumbrar de nuevo el color naranja.

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