15 ago 2007

San Pedro -Almería- (III)

Comienza el momento del día en el que más disfruto de la playa: el atardecer.


Bea y yo nos miramos. Las dos sentimos algo parecido a la melancolía. Volvemos a estar solas, muy a gusto, pero atrás quedan recuerdos de una gente que en un día se hizo amiga, y compañera de viaje.


Hace muy poco, todavía bajo los potentes rayos de sol, una lancha se alejaba tras las montañas de allá, camino del horizonte. Iba cargada con tres argentinos, dos franceses y un español. Se levantó un brazo en esa barca. Y luego otro. Y otro. Y después Bea y yo, como si pudiésemos tocar el cielo, levantamos los nuestros. Ésa era la forma con la que nos decíamos adiós, a pesar de que movíamos el brazo como si hubiésemos logrado una victoria. Quizás, así haya sido.


Sumidas ahora en nuestro cómodo silencio, otra vez, escribimos frente a las olas, a los pies del castillo y las palmeras. La gente camina desnuda a la par que el viento sopla. La música suena. Este lugar es idílico. Y me preparo para vivir en este pequeño ensueño la última noche, bajo el mismo cielo desierto que ayer, antes de que la oscuridad me tumbase a dormir junto a él, dejaba el rastro efímero de un confeti dorado. Y al instante, ese rastro desaparecía. Eran anoche, las estrellas fugaces, las divas del cielo negro. Y yo su elegida, mientras fumaba tumbada y salpicada de destellos. Un momento especial. Como cada minuto en San Pedro.


Vuelve hacia la cala una barca vacía. Es la misma que se llevó a mi compañero y así, en cuestión de segundos, vuelve a marcharse llena. Aunque ya no se levanta ningún brazo para despedirse.


Aquí en la playa, viviendo en ella, acostándome sobre la arena y despertándome frente al mar, las cosas se revelan tremendamente sencillas. Y mágicas. Sólo si una lo sabe ver. Sólo si una lo sabe apreciar. Y en tal manera aquí estoy yo, despidiéndome de San Pedro... Mañana, cuando coja mi bolígrafo, lo haré desde otro lugar.

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