10 nov 2007

Miedo

A todos esos que sólo tienen miedo de tener miedo.

Porque el miedo paraliza.

Y porque mata a quien todavía sigue vivo.

Nunca pensé que algo así pudiese ocurrirle a alguien. Si no fuese porque lo he vivido yo misma, nunca hubiese creído que el miedo pudiese resultar tan peligroso.

Simón siempre había sido una persona diferente. Quizás, un tanto extraña. Hablaba poco, se movía despacio… Sus ojos siempre reflejaban desconfianza. Y, a medida que fue creciendo, todas estas características también se acentuaron.

El oscuro lado del azar quiso que sus padres tuvieran un accidente de tráfico cuando él tenía sólo 5 años, y desde entonces fui yo, tía Julia, la que se ocupó de sus cuidados. Tras la muerte de mi hermana y mi cuñado, yo era la única familia que tenía Simón. Nunca antes me había casado y tampoco tenía hijos, por lo que él se convirtió en mi única prioridad. Me volqué por completo en mi sobrino, al que protegí de forma desmesurada por miedo a que pudiese ocurrirle algo malo. Mi hermana jamás me lo habría perdonado. Y fue este miedo sobreprotector lo que aprendió Simón desde pequeño, convirtiéndose así, y sin remedio, en su idea de vida.

Yo no le dejaba nunca solo. Le acompañaba en todo momento, excepto en las horas de clase, cuando aprovechaba para trabajar y sacar algo más de dinero, pues la pensión de orfandad de Simón no era suficiente para poder pagar el alquiler de la casa en la que vivíamos y la comida que ingeríamos los dos durante el mes. Así, Simón pasaba todas las horas del día vigilado: en casa, por mí, y en la escuela, por el maestro. Ni siquiera dormido estaba solo. Yo había colocado la cama de Simón en mi misma habitación pues, si necesitaba alguna cosa en cualquier momento, yo tenía que permanecer cerca de él.

Pero no fue Simón un niño mimado al que todo se le consintiese. Simplemente estaba bien guardado y protegido, vigilado y bien cuidado. Quizás, demasiado.

Cuando era pequeño, Simón siempre trataba de asomarse a la ventana y mirar la calle. Yo nunca le dejé hacerlo solo cuando aquélla estaba abierta. Le agarraba de la cintura y le sujetaba con fuerza. Fue así desde la primera vez:

- Mira esos niños, tía Julia, están dando patadas a la pelota – me decía él.

- Ya veo, pero… ¿ves? Ése de allí se ha caído y está llorando. Si corrieses de esa manera, podrías hacerte daño.

- Ya… Mira esa moto, tía Julia, ¡qué deprisa va! ¡Bruuummm! – señalaba sorprendido.

- Si, Simón, va demasiado deprisa. Podría perder el control fácilmente. ¿Sabes, peque? Las motos son muy peligrosas.

- Ah… - Y se quedó pensativo un instante, hasta que se fijó en el parque, y volvió a insistir – y esas niñas de allí, tía, ¡mira cómo suben y bajan en el columpio!

- Podrían caerse y darse un buen golpe…

- ¡Pero se están riendo! – exclamaba él sin comprender nada.

- Pero después pueden estar llorando un buen rato, Simón, como el niño que jugaba a la pelota, ¿te acuerdas?

- Sí… - y continuó observando la calle un tanto confuso.

- Y ese hombre de allí, ¿qué es lo que hace?

- Eso se llama fumar. Es muy malo para la salud. Nunca lo hagas, y así vivirás más tiempo.

- ¡Pero es divertido! ¡Está haciendo círculos de humo con la boca!

- No es divertido, es peligroso. Y malo. Tú puedes hacer círculos de colores dibujando. ¿Quieres?

- ¡Sí! Por fa, por fa, por fa…

- Está bien, pero con una condición.

- ¿Cuál?

- Que no te acerques nunca solo a la ventana. Podrías caerte. Siempre que quieras hacerlo, me avisas y yo te sujeto, ¿vale?

- Vale, tía Julia, ¡pero vamos a pintar!

Y así fue creciendo Simón: siempre controlado por dos ojos que le observaban sin descanso. Los míos.

Hubo cosas que mi sobrino jamás llegó a conocer, como por ejemplo, la intimidad. Yo no le dejaba cerrar del todo la puerta del cuarto de baño cuando tenía que hacer sus necesidades y, mientras se duchaba, yo aguardaba sentada en el retrete, tratando de darle conversación hasta que terminara de lavarse. Le hablaba de cualquier cosa, pero Simón tan sólo contestaba monosílabos, muy de vez en cuando. Ya nunca preguntaba nada, siempre estaba callado. Si yo hubiese tenido que definir a Simón con un solo adjetivo, sería pensativo. Pero nadie pudo saber, ni siquiera yo, lo que pasaba por su cabeza durante tantas horas.

Tampoco conoció Simón lo que era la amistad. Nunca tuvo más que compañeros de clase a los que a penas se dirigía y no hizo nunca ninguna actividad con gente de su edad. No hablaba con nadie de nada, y cada vez hablaba ya menos conmigo. Y tampoco conoció el amor Simón. Nunca nombró a ninguna chica ni me pidió permiso para salir a pasear sin mi presencia. Igualmente, yo tampoco sé si se lo hubiese dado. Simón era mi fijación, mi deber, mi razón para vivir. Y poco a poco se había convertido también en mi obsesión. Sin darme cuenta, mi sobrino resultó ser para mí como la pieza única de un museo, cuyo valor es incalculable: se le podía observar con detenimiento, se le podía incluso idolatrar, pero jamás se le podría tocar o poseer. Simón siempre estuvo bajo mi punto de mira, y nada más que esa protección abrazó su cuerpo.

Con el paso del tiempo, mi sobrino se limitó a observar y a escuchar. A penas participaba en lo que se le exigía necesario, y no sentía impulsos de actuar ante ninguna situación. No le afectaba nada, ni para bien, ni para mal. No había tenido sorpresas, ni tampoco se había enfrentado a la novedad. No sabía en qué consistían las decepciones ni los cambios. No conocía la risa, ni tampoco el llanto. Simón sólo era consciente de que podía ocurrirle algo malo. Y, no muy pronto, me di cuenta de que ya no era yo quien le paraba los pies cuando pretendía hacer algo. Con sólo 13 años, ya era Simón quien, por sí mismo, se comportaba como un árbol. Su cuerpo, el tronco, se limitaba a crecer sin actuar; se ceñía a acumular anillos de vida de forma inmóvil, en la pasividad de un suelo en el que había echado raíces. De su mente, como de una copa, brotaban permanentemente ramas y hojas, flores y frutos, que crecían y cambiaban hasta desaparecer y dar lugar a otras ramas y hojas, a otras flores y frutos distintos. El cuerpo de Simón permanecía quieto, pero su mente se hallaba en constante movimiento.

Y Simón fue tornándose cada vez más distante, más callado, más frío, más lejano. No compartía sus sentimientos conmigo e incluso llegué a pensar que ya no sentía. Nada le motivaba. Nada le importaba. Y comencé a preguntarme si no me habría equivocado yo durante todo este tiempo, si el mayor riesgo que tuvo Simón no estuvo provocado por mi incesante miedo a que pudiese ocurrirle algo malo.

El verano en que mi sobrino terminó la educación obligatoria, con casi 16 años, decidió que no quería volver a estudiar. Simón no quería ir al instituto. Decía que no quería coger el autobús para llegar hasta allí, que le daba miedo, por si tenía un accidente. Y es que el colegio lo había tenido siempre al lado de casa, y a penas caminaba tres minutos sin cruzar siquiera una calle. Siempre que Simón había llegado más lejos, lo había hecho acompañado de su inseparable tía Julia, y a pie. Simón nunca se había subido a un coche.

- Yo puedo acompañarte hasta la puerta del instituto, – le propuse – cogeré el autobús contigo y después iré al trabajo.

- Pero… ¿me vendrás a buscar también?

- Lo haré si quieres. En la oficina puedo pedir la hora libre para comer en el momento que yo quiera. Te iré a buscar al instituto en ese rato, y comeremos juntos.

Y así Simón decidió que continuaría estudiando, sin sonreír siquiera por ello. No le hacía ilusión. Nada le hacía ya ilusión. Y yo… Yo comencé a perder también la mía. Empezaba a ser consciente de que me había pasado. Mi propio miedo había engendrado el suyo y la dependencia que yo había tenido de él, se había transformado en una total dependencia de él hacia mí. Y empecé a comprender que lo único que Simón comprendía es que no era nadie. Nadie sin mí porque, sin mí, todo le daba miedo.

Y llegó el día en que Simón tuvo que ir al instituto por primera vez. Y nada pude hacer yo por convencerle. Antes de salir de casa, mi sobrino me hizo saber que no seguiría sus estudios, que lo había decidido y que estaba seguro de ello. Le daba miedo enfrentarse a una nueva etapa, conocer gente distinta, acostumbrarse a espacios extraños, adaptarse a profesores desconocidos… Le daba pánico perderse por los pasillos, estudiar asignaturas nuevas, caerse por las escaleras o hablar en público delante de caras anónimas. Temía todo lo que no era extremadamente familiar para él. Yo traté de hacerle comprender que lo que se disponía a hacer era bastante similar a lo que había hecho hasta ese día, pero no hubo forma de que aceptase. Para Simón todo era bastante más complicado y le dominaba, sencillamente, el terror al cambio. No se mostró en absoluto receptivo ante mis argumentos y pocas explicaciones más me dio ante mi insistencia. De forma insensible, en cuanto me quedé en silencio, se dio la vuelta y se metió en su habitación. El sonido al cerrar la puerta pareció encerrarme a mi también dentro de ella.

Los primeros meses intenté convencerle, animarle, motivarle… incluso traté de obligarle a ir al instituto. Nada. Después recurrí al chantaje y más tarde al soborno. Nada. No había nada que a Simón le hiciese reaccionar. No le afectaban mis enfados habituales ni mi desesperación esporádica; no le interesaba mi tristeza constante. No fui capaz de encontrar nada que negarle si no iba al instituto porque no había nada que le importase lo suficiente y sin lo que pudiese sentirse mal. No fui capaz tampoco de encontrar nada que ofrecerle si se dignaba a seguir estudiando, pues no había nada que le gustase lo suficiente y con lo que pudiese sentirse bien. Simplemente, Simón se mostraba indiferente ante todo lo que le rodeaba.

Y en esta terrible ausencia de todo, fueron transcurriendo lentamente los días para mi sobrino y, para mí, seguramente más despacio todavía. Muy, muy despacio. Me pasaba las horas pendiente de él, de su estado de ánimo, de sus gestos, de su mirada. Y me ponía nerviosa cuando pronunciaba alguna palabra, evento que terminó convirtiéndose en un suceso extraordinario. Hubo días en que Simón exclusivamente abrió la boca para comer. Mi sobrino era ya un vagabundo solitario que tan sólo deambulaba entre sus pensamientos. A lo único que no tenía miedo era a él mismo. Y yo, que sólo había tenido miedo de que le ocurriese algo malo a él, ya no podía sentirlo. Le había pasado lo peor que le podía pasar: que no le pasase nada.

Siendo ya demasiado tarde, supe con certeza que me había equivocado por completo. Le había educado de forma errónea desde el principio. Y no resultó posible que una nueva educación diera resultado con Simón: era imposible deshacer lo que durante tantos años había hecho. Lo que mejor había aprendido él era el miedo, y con éste la indiferencia, el silencio, la pasividad. Nada podía ya cambiar a Simón, pues él era como era, y siempre sería así.

Traté de llevarle a un psicólogo y mi sobrino se negó en rotundo. Ya no quería pisar la calle absolutamente para nada; su vida transcurría entre las pálidas paredes de la casa. Entonces conseguí que un psicólogo viniese a verle, pero Simón tan solo permanecía quieto y callado delante de él. No se movía, no hacía ni decía nada. El psicólogo trataba de motivarle y obtener la más mínima respuesta, pero mi sobrino era ya como una piedra: imposible de penetrar. No cambiaba de forma ni de textura, no sentía ni padecía, no se inmutaba ante nada. Ya no tenía vida.

Y tras varias sesiones en las que el psicólogo no consiguió absolutamente ningún avance, decidí probar con un psiquiatra. Pero cuando éste llegó a casa, tampoco logró obtener ninguna mejora. Simón seguía sin inmutarse. Así que el psiquiatra decidió recetarle algunos medicamentos y, sin sorprenderme, Simón se negó a tomarlos. Le daban miedo las pastillas. Intenté que se las tomase durante interminables horas, pero no hubo forma de que mi sobrino se tragase una sola píldora durante semanas. Entonces, se me ocurrió la única solución posible: tenía que tomárselas sin darse cuenta y, para ello, yo se las tendría que esconder en la comida.

Los dos primeros días, Simón se tragó un total de 6 pastillas sin sospechar nada. Pero, cuando aún no se había producido ningún cambio, descubrió una de las medicinas dentro de una tortilla. Sin enfadarse tan siquiera un poco, y sin que cambiase en absoluto el gesto de su cara o de su cuerpo, Simón se llevó la mano hacia la boca y escupió la pastilla. La miró sin desconcertarse y, acto seguido, la colocó en el borde del plato. Después, me miró fijamente a los ojos unos escasos segundos, y se levantó de la mesa sin terminar la cena. Durmió hasta el día siguiente y al despertar, no desayunó. Tampoco comió ese día. Ni cenó. Simón tenía ahora miedo a la comida. Miedo a que hubiese una pastilla dentro, miedo a atragantarse o a que se introdujese en él una sustancia desconocida. Miedo a ser engañado.

Yo había vuelto a equivocarme. Una maldita vez más. Mi sobrino ya ni siquiera quería comer. Ahora sólo dormía o permanecía inmóvil con los ojos abiertos, como si estuviese dormido. La situación no podía ser peor. Simón permanecía en la quietud, en el mutismo, en la abstracción. Pasó a ser como un mueble más de la casa, pese a mis intentos de que recuperase la energía, el entusiasmo, la vida. Y yo comencé a desesperarme.

Simón llevaba ya 3 días sin comer cuando regresó a mi vida el lado oscuro del azar. Esa mañana, mi sobrino se levantó de la cama un tanto pálido, muy, muy débil. Se puso en pié despacio y a penas logró dar unos cuantos pasos. Justo antes de salir del dormitorio, se mareó y se cayó al suelo desmayado, como una gota de lluvia que se deshace al tocar tierra. Corrí hacia él exasperada y traté de reanimarle durante unos segundos, pero no hubo respuesta. Y enseguida salí a buscar ayuda. La vecina de enfrente estaba en casa y disponía de un coche, así que me ayudó a arrastrar a Simón hasta el asiento trasero y nos pusimos rumbo al hospital.

Me dolió en el alma que no pudiese disfrutar de su primer paseo en coche, que no pudiese observar calles que no había pisado, y que no pudiese descubrir rostros nunca antes encontrados. Aquella era la primera vez que Simón salía de casa desde hacía años, y el destino al que nos dirigíamos era casi como el infierno. Me apuñaló un sentimiento horrible de culpabilidad. Y, poco después, me mató la idea de que jamás volviese a abrir los ojos. De nuevo, yo volvía a sentir el miedo.

Los médicos no pudieron hacer absolutamente nada. El golpe que Simón recibió al caerse en la parte trasera de su cabeza había sido tremendo. Tanto, que le quitó la vida de un soplido. En un segundo. En un instante. Simón… había muerto. Y yo… Yo no podía creerlo.

No pude llorar. Permanecí callada, quieta, inmóvil, no se por cuánto tiempo. De pronto veía mi vida como tantas veces la había tenido que ver Simón: sin ningún tipo de sentido, de razón, de valor. Y fui consciente de que mi sobrino ya estaba muerto desde hacía muchos años. Murió el mismo día en que lo hicieron sus padres y pasé a ser yo la responsable de sus cuidados. Murió cuando el miedo se apoderó de él y le impidió sentir. Simón ya apenas tenía vida y, la poca que le quedaba, la perdió en el único lugar en el que se sentía a salvo y con las únicas personas con las que estaba seguro. Mi casa, él y yo. La guarida en la que tantas veces se cobijó Simón se había convertido finalmente en su tumba. La casualidad resultó ser más astuta que la protección. ¿Y el miedo? El mayor de los peligros. Porque el miedo es un ladrón que va robando sigilosamente el día a día hasta arrebatarnos la vida entera. Porque el miedo, finalmente, se transforma en asesino, y mata.

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