22 dic 2009

El Equipaje



I



Se fue a la selva porque no sabía bien qué hacer. Había encontrado una excusa, un trabajo, pero en el fondo ella sólo quería disfrutar, viajar, conocer. Así fue como ella lo dejó todo, se despidió de todos, y con su bagaje musical como único equipaje, partió hacia Bolivia.


Después de medio día en la butaca de un avión, se vio obligada a coger dos autobuses, un camión, y a navegar en canoa por los afluentes del río Amazonas. Además de muy cansada, ella estaba entusiasmada. Todo a su alrededor era nuevo, verde reluciente y gigantesco. La humedad se solapó a su cuerpo. Un olor tan puro como el aire que respiraba se coló entre sus mejillas. Y miró al cielo. La naturaleza era por fin soberana; el mundo aún no había muerto.


Ella era valiente; no se mentía. Aceptaba que ser una absoluta desconocida en una extensión tan salvaje y amplia, como poco, le asustaba. No sabía bien si estaba preparada para esa experiencia. Sin embargo, ni lo dudaba: se enfrentaría a sus miedos. Y recordando los gritos de sus amigas aquel día en que ella se marchaba, se repitió a sí misma: « ¡Eres la mejor!»


Y con tales pensamientos, Celia llegó a San Ignacio.


* * * * *


II


Al principio todo le pareció exótico. Después, se convirtió en familiar.


La escuela de música (a la que había imaginado totalmente distinta), ya era su hogar. Una de las alumnas más mayores de esa escuela, era ahora una de sus mejores amigas. Había encontrado una bicicleta barata y se la había comprado, por lo que conocía los caminos al dedillo. La mayoría de los vecinos la saludaban al verla. En poco tiempo ya reconocía varias plantas lugareñas, aprendió a tejer con las mamitas, memorizó algunas palabras ignacianas y se convirtió en maestra. La música era siempre su aliada, su inseparable sombra, su compañera.


Su concepto de rutina se modificó. Cada día recibía, muy agradecida, un puñado de conocimientos nuevos sobre aquella otra forma de vida. Se sintió querida, integrada, y viva, y todo eso desconocido que hace un tiempo le inquietaba, desapareció.


Solía pasar las mañanas entre los niños, las tardes entre los jóvenes y, las noches, a solas. Sin planearlo, a menudo se encontraba con los más ancianos. Y le encantaba aquella forma de aprovechar su tiempo, pues rozaba la inocencia de la infancia, recargaba con vitalidad sus sueños, y reflexionaba en soledad. Además, un sutil golpe de sabiduría llegaba de vez en cuando, para descolocar su realidad de forma temporal.


Dentro de la tribu indígena de San Ignacio, Celia no dejaba de sentir, de contrastar, de asimilar. Aquella vivencia le parecía tan básica como extrema. Aquélla era, simplemente, una experiencia necesaria para ella.


* * * * *


III


Después de tres meses, su contrato como voluntaria terminó, y justo antes de que ella consiguiese hacerse a esa terrible idea, la música suplicó. Aprendices, profesores, mamitas y demás vecinos… ¡Todos querían que se quedase Celia! Algo era distinto en la comunidad cuando estaba ella.


Ella, por su parte, sabía que algún día regresaría a España. Esa idea le gustaba, pero intuyó que aquél no era el momento para ello. Estaba en pleno crecimiento, nada había terminado todavía. Marcharse significaba dejar todo a medias. Le quedaban tantas experiencias… Así era tal y como lo sentía ella. Fue por eso por lo que se quedó en San Ignacio. Por eso y porque, ya por aquel entonces, lo que en realidad le deba miedo era alejarse de la selva.


Durante los meses que siguieron, Celia continuó transmitiendo sus conocimientos musicales en la escuela. Visitaba a los vecinos, conversaba con su gran amiga, y se apartaba con su bicicleta hasta que divisaba un hermosísimo San Ignacio allí, a lo lejos. La laguna, por ejemplo, se había convertido en su rincón favorito. Allí, los atardeceres que se contemplaban no eran sino un orgasmo de colores que se amaban.


Hubo un día en que, a pesar de los mosquitos y llena de júbilo, Celia chapoteó bajo las aguas teñidas, y se empapó de felicidad.


* * * * *


IV


Por razones de visado, pasados ya varios meses, Celia se tenía que marchar. No era una noticia demasiado agradable, pero ella estaba tranquila: la despedida sería, únicamente, temporal.


Cogió su equipaje, cargado esta vez de personas y vivencias, y tras bajarse de la canoa, del camión y de un autobús que cruzaba fronteras, apareció en Buenos Aires. De la jungla a la metrópolis el cambio fue más que brutal, por lo que su adaptación a la urbe fue un intento banal.


Después de que una pistola rozara su sien, Celia cogió su equipaje de huida y se marchó con dirección Iguazú. Allí en las cataratas le salpicó el estruendo, la fuerza, la belleza y la firmeza, y con más energía que nunca, prosiguió hacia el sur. Visitó aldeas pequeñas y encontró varios viajeros. Vio como algunas ballenas expulsaban agua por sus orificios, desde la orilla del mar. Cruzó la cordillera de los Andes por el surrealista altiplano, y atravesó, subida en un intento de 4x4, un gran desierto de sal.


Todo era belleza en Argentina; ¡era lindísima! Pero ella no pensaba en otra cosa que no fuese la comunidad. San Ignacio no sólo era belleza. San Ignacio era también amor. Por eso Celia no se demoró en solucionar sus líos burocráticos, y para sorpresa de los ignacianos, regresó.


* * * * *


V


Fue en aquella época, si mal no lo recuerdo yo, en la que apareció él.


Llevaba una camiseta amarilla, un coco en sus manos y el machete de su padre en una vaina de madera. Celia se acuerda perfectamente, pues cuando se cruzó con él, éste le sonrió de forma tímida pero tremendamente sugerente. Nunca antes le había visto, y eso era extraño: San Ignacio no era precisamente una ciudad, y los habitantes de la zona se veían prácticamente a diario.


Para Genciano, que así se llamaba él, no fue ninguna sorpresa cruzarse con ella. Originario del lugar, llevaba ya años estudiando al sur del Beni, en Cochabamba, pero su familia y los vecinos ya le habían puesto al día sobre aquella joven española: la maestra de piano.


Durante algún tiempo solamente se miraron. Hubo un día en el que al fin hablaron y, después, se presentaron. Ninguno lo sospechó por aquel entonces pero, en pocos días, ambos se enamorarían.


En poco menos de un mes eran como tronco y resina, como ave y viento, como arco y flecha.


Pedaleaban por los llanos frondosos, unas veces despacito y otras veces más deprisa, conversando sobre cualquier cosa, sobre la vida. El destino siempre era la laguna pero, el recorrido, nunca fue el mismo. Solían dejar sus bicicletas descansando sobre el tronco de algún árbol y, mientras tanto, se adentraban en la jungla caminando. Genciano hacía y deshacía los senderos a su gusto; se abría paso en la maleza sin ningún tipo de esfuerzo, pero con suma delicadeza. Era rítmico en la selva.


Como Celia en el piano.


* * * * *


VI


Fue en la laguna de San Ignacio donde se besaron por primera vez. Vieron aparecer Marte sobre el horizonte, hubo un acercamiento ligero bajo un cielo coloreado, y aquello no fue sino el orgasmo de dos bocas que se amaron.


Desde entonces, Genciano y Celia no se separaron. Se quedaron en San Ignacio unos meses y, después, viajaron. Ella había terminado su labor como maestra de piano, y aquél era justo el momento en que él tenía que volver a la ciudad, para proseguir sus estudios. A ella le era difícil abandonar San Ignacio, y aunque la alternativa ofrecida no era muy llamativa, lo tuvo claro: le acompañaría. Cualquier sacrificio era bienvenido, si con ello estaba al lado de Genciano. Esta vez, el equipaje de Celia iba cargado de sentimientos y, en el bolsillo pequeño, guardaba un ápice de locura.


Así empezaron a vivir en Cochabamba, a dormir juntos en la misma cama. Así se despertaban siempre mirándose el uno al otro, reconociéndose. Durante aquella época, Celia encontró el reflejo más hermoso de su persona y Genciano, el rostro más auténtico de su ser. Juntos eran más sencillos, más humanos. Juntos, también eran más valientes. Por eso fue por lo que decidieron separarse, y en cosa de pocos meses, Celia voló hasta Madrid.


Esta vez, su equipaje iba cargado de seguridad y convicción.


* * * * *


VII


España la recibió con lágrimas, risas y abrazos. Y la llegada no fue tan dura como pensó, pues Genciano seguía con ella: aún conservaba sus huellas, y un anillo que le regaló.


Al reencontrarse con una amiga que tenía desde que eran niñas, ésta le preguntó: “¿Pero tú no te habías enamorado? ¿Qué haces lejos de Bolivia?” Ella contestó al instante: “Bolivia está más cerca de mí que nunca, amiga”, y sonrió con picardía. Dilatando sus pupilas como si fuesen las de un felino en plena noche, su buena amiga sospechó: “Te casas, ¿verdad?” Celia rió y, sin pronunciar palabra, rió todavía más. Entonces ambas comenzaron a abrazarse, a gritar, a saltar. Y fue por poco que no empezaron también a lloriquear. Sin duda era una muy bella noticia, una alegría. Pero el tiempo que ella habría de resistir hasta la boda no sería fácil de aguantar.


Diez meses pasaron Genciano y Celia separados. Diez meses de lejanía, de trabajo, de añoranza y papeleo. Diez meses atando cabos, planeando. Diez meses esperando. Diez meses también de confianza, de esperanza y de firmeza. Diez meses soñando.


Y al fin llegó el otoño; su gran momento. Celia estaba ya en el aeropuerto de Barajas, despidiéndose de su familia entre sollozos, a punto de embarcar en un avión cuyo destino no era otro que Santa Cruz.


Su equipaje, para aquel viaje, sólo iba cargado de ilusión.

* * * * *


VIII


Hoy es ya 22 de Diciembre, a la hora del atardecer. Hoy, por fin, ya se han casado.


Ahora estarán juntos frente a la laguna, bajo el mismo cielo colorido que un día les espió, y rozándose el uno al otro con gesto cómplice y cariñoso, leerán estas líneas que, hace ya algún tiempo, alguien les escribió.


Ese alguien no pudo acudir a la celebración; no ha podido compartir este día tan importante, su felicidad. Sin embargo, no quería perderse el encuentro de sus dos alientos, de sus voluntades, pues la unión entre Genciano y Celia era algo extraordinario que ese alguien soñaba con presenciar.


Por eso esa personita está hoy aquí con vosotros, aunque no os pueda abrazar. Y se muestra en forma de relato, de historia, de cuento; porque confía en la magia que vuestro matrimonio tendrá.


Genciano… Celia… Esta boda es sólo el punto de partida de vuestro viaje por el presente continuo. Desde lo más hondo de mi alma os felicito, recién casados, pues desde hoy y para siempre vuestro equipaje contiene lo más esencial y valioso para un futuro maravilloso: el amor.


* * * * *


Os deseo lo mejor.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

El mejor regalo no habia podido ser major descrito...te quiero Ali, bueno, te queremos porque para Genci ya eres una amiga mas. Mil gracias desde La Paz por este regalo. No dejes de escribir, eres la mejor.

Siempre, Plomita.

Anónimo dijo...

Ali muchisimas gracias, que detalle mas bello de tu parte, el mejor y el que causo que mis ojos derramaran gotas de felicidad, espero verte pronto, no digo conocerte por que creo que ya te conozco eso gracias a esta preciosa mujer que esta a mi lado.
un fuerte abrazo ali y gracias

Anónimo dijo...

es la mas linda historia de amor q e escuchado mi niñaaaa definitivamente eres la mejor escribiendo nunca dejes de acerlo te kiero muxisisisimo perdona por no valorar antes esto y muchas otras cosas mas q te hacen unica y la mejor sigueeee...tu....bolitaaaaaa